Blanco colonial

Casablanca se ha convertido en una ciudad ruidosa. Incómoda. Que crece velozmente en su aprieto. En la que cohabitan bolsas de pobreza extrema con desproporcionados rascacielos que rompen con soberbia la armonía de su exquisita arquitectura colonial. Hoy destrozada por abandono. Y que discurre entre bulevares y rondas creando una conjunto urbano admirable que se inició hace cien años. Con edificios de corte racionalista, decorativo (art decó) y neomorisco de creativos trazados. Que incorporaron mármoles, hierro forjado y maderas de cedro en su artesonado. Palmeras alineadas formando avenidas que comparten espacio con su caserío blanco. Conjunción cuasi perfecta en la que se emplearon con celo los mejores urbanistas franceses de la época. En la primera mitad del siglo XX. En una ciudad portuaria que es también paraiso soleado al frescor de la brisa atlántica. Logrando como resultado que se la conozca desde los cincuenta como capital de la arquitectura moderna. He paseado apenado un par de días por sus calles observando como muere lentamente la ciudad colonial para dar paso súbito a nuevos edificios futuristas que nacen sin planificación en los rincones más remotos. Allí donde existe un solar. O se consigue un derribo. No me lo explico. Salvo que gocen de protección real. Que el Rey en Marruecos también hace caja. Poder político. Económico. Y espiritual. Como se plasma en el gigantesco alminar de 210 metros que se eleva desde la Gran Mezquita al borde del mar. Levantada por mandato del desaparecido Hassan II. Capaz de albergar a 25.000 fieles bajo su techo. Capricho real que justificó acogiéndose al versículo coránico que preconiza que el trono de Dios se construirá sobre la olas. Obra faraónica que pagaron los asalariados de Marruecos con impuestos extraordinarios. Construida por el arquitecto francés Michel Pinsau en 1993. La más grande del mundo después de La Meca. Reina ahora de Casablanca. Que convierte en vasallo al Twin Center, con sus dos torres gemelas de 115 metros de altura levantadas en 1996 por Ricardo Bofill. Y que dan cabida al confortable Hotel Kenzi, oficinas, tiendas exclusivas y un espacioso supermercado en sus sótanos. Lujo de pocos, miseria de muchos. En una ciudad relativamente joven, pero que suena siempre a historia.

hotel-lincoln1Casablanca es la capital económica de Marruecos. Está ya cerca de los cuatro millones de habitantes. Cuando en 1907 -año en que se establece el Protectorado francés- contaba apenas con 30.000. La percibo sucia. Tremedamente desigual en lo social. En contraste acusado. Desnuda de crecimiento sostenido. Decadente. De ojos tristes que imploran cariño, diría yo. Con cien mil estudiantes en su universidad a la espera de oportunidades. Con la mujer tomando posiciones más activas en la sociedad. Y con trabajadores que huyen del medio rural aporreando la puertas de una ciudad que creen que les va a sacar de la pobreza. Los petit taxis siguen operando en sus colapsadas calles como remedio moins chère para el traslado rápido de las clases populares. Que llegan aquí desde los suburbios en autobuses y trenes ligeros de cercanías. Y que pasan indiferentes ante los confortables hoteles de diseño que surgen como agujas en la urbe. Hoteles que suelen estar reservados para las citas de negocio entre ejecutivos extranjeros y élites locales adineradas. Las mismas que residen comodamente al gusto francés en suntuosas villas que se asoman a La Corniche, balcón marítimo del barrio de Anfa. Entre el faro de El Hank y el islote que alberga el morabito de Sidi Abderraman, santo muy frecuentado por la gente humilde. Que se cree así protegida de ciertos males. El viejo bulevard de Mohamed V (antes de la Gare) está dejando de ser el eje comercial de la ciudad, que se desplaza progresivamente hacia Maarif, antiguo barrio de españoles, ya cerca de los bulevares de Anfa y Mohamed Zerktuni, donde se situan nuevos hoteles, tiendas internacionales de marca y restaurantes de cocina elaborada a la francesa sobre bases de foie-gras, carnes de buey charolais y pescados blancos del Atlántico. Intentando crear así otra Casablanca. Más imaginaria que real.

Pero la auténtica sigue ahí. En estas calles de cafés abarrotados por las que paseo. Donde sobrevive a duras penas el Mercado Central. De estilo arabesco, con sus puestos ordenados de fruta de temporada, verdura fresca, especies molidas, carnes y pescados del día. Y el antiguo Hotel Excelsior, ahora marchito. Cerca de la Brasserie La Bavaroise, uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Y del ya clausurado Cine Rif, con cuyo nombre ha sido rebautizada una sala que opera ahora en Anfa. Es el corazón de una ciudad que giró en torno a la antigua plaza de Francia (después de Naciones Unidas). Con el edificio Moretti-Milone, construido en 1934-1935 por Pierre Jabin. Y el de la Socifrance, del mismo tiempo, obra de Erwin Hinnen. Una ciudad que discurría por el bulevard de la Gare (después de Mohamed V) y sus calles adyacentes. Que me llevan a ahora a edificaciones de los años 20. El derruido Hotel Lincoln, modernista con aportaciones neomoriscas. El edificio Maret, revestido de artísticos mosaicos. La Estación Central (Casa-Voyageur), con su impresionante torre-reloj de inspiración árabe. Que de lejos parece gemela a otra torre espigada. La de la antigua Municipalité, hoy sede de la Wilaya (Provincia). La Poste. La posada de El Glaoui de Marrakech. Los edificios Liscia y Bendayan. Y la catedral del Sagrado Corazón de Jesús, con sus dos estrechas torretas de cubo inspiradas en alminares de Oriente. Esta ciudad de Casablanca nacida en el siglo XX en el extramuro de la vieja medina surgió de un plan ordenado por el urbanista francés Henri Prost al que acudieron con ilusionantes proyectos prestigiosos arquitectos franceses. Que levantaron edificios de creación libre conformando un conjunto arquitectónico cuyo valor artístico está en riesgo. Expuesto al blanco de los especuladores inmobiliarios que encuentran en su abandono presa fácil a tumbar en una era de fiebre por los rascacielos que nunca van a tapar las miserias de esta parte del mundo. En una ciudad que universalmente es conocida por una película que jamás se rodó en sus calles. Y que ha dado la espalda a un patrimonio colonial que le resulta ajeno. Bloc de foie, té a la menta. Querer para no poder.