Pocas palabras

Tengo que preguntarle un día a mi querida amiga María Lourdes Pallais -sobrina de Anastasio Somoza– cómo era la vida en la corte de un dictador. Supongo que posee sólo recuerdos de infancia, porque desde muy jovencita alternó su residencia entre Perú -donde su padre representaba como embajador al dictador nicaraguense- y un internado europeo. Hasta tomar conciencia -ya en Estados Unidos– de que aquello era un disparate, levantándose contra su tío. Sé que escribió un libro hace unos años (y que no tengo) donde narra su experiencia entre ficción y realidad, cuya protagonista es una niña -ella misma- llamada Claudette. Espero por lo tanto leer pronto el libro, pero me interesa más escuchar a Claudette. Porque la literatura que combina ficción y realidad suele esconder lo que le interesa al autor. O autora. Y salpica cada pasaje de grandes fantasías con el fin de hacer más interesante (y atractivo) lo que es mera rutina. Pero todo esto lo contaré en otro artículo cuando me vuelva a ver con María Lourdes. Ya sea en Ciudad de México. O en Madrid. Hoy quién me provoca curiosidad es otro dictador. El general Juan Vicente Gómez Chacón. Un militar venezolano que gobernó con mano dura su país entre 1908 y 1935. Determinados biógrafos lo consideran el gran modernizador de Venezuela, tal vez porque fue el creador de su Ejército y puso todo su empeño en el devenir petrolero. También porque dotó al país de aeropuertos y carreteras, además de una ley del Trabajo. Pero lo que se labra desde el autoritarismo poco de progreso conlleva. Es más, atrae a la mediocridad y la instala a su alrededor como parapeto de eventuales sorpresas. Tras sus 27 años de poder (y otros que le precedieron como proveedor de mercancías para el Ejército), Gómez acopió una enorme fortuna que a su muerte fue confiscada por el Estado. Y de la que no se benefició su prole, compuesta por siete hijos de su mujer legítima. Otros ocho de su amante favorita. Y casi ochenta más repartidos por la República como consecuencia de sus devaneos. Parte de sus descedientes fueron promovidos a cargos importantes durante su mandato, por lo que fue acusado de nepotismo. Pero como era el dictador, todos comieron del patriarca mientras ocupó la más alta magistratura de la nación. Hombre astuto y de pocas palabras, el general Juan Vicente Gómez llegó al sillón presidencial del Palacio de Miraflores mediante un golpe de Estado y en sus primeros años trató de cubrir el poder absoluto con un manto constitucional. Pero a la postre cayó en el caudillismo, aplastó a la disidencia y gobernó Venezuela cual rico hacendado sin escrúpulos.

Cuando llegué a América Latina en 1991 como corresponsal del diario El País apenas quedaban dictadores, salvo el Gran Caimán que hoy aletarga en La Habana enfundado en chandal. Siempre tuve mucho reparo frente a los dictadores porque no quieren jamás que los periodistas husmeen en su entorno. Me ocurrió en Cuba con Fidel Castro, que me expulsó del país nada más llegar pese a todo tipo de rogatorias. Incluida la del malogrado Eduardo Barreiros, aquel amigo de Franco -y también mío- que residía entonces en La Habana intentando aportar al régimen de Castro sus excelentes conocimientos de automoción. En los tiempos en que residí en Rabat visitaba de vez en cuando mi apartamento de la rue de Moulay Slimane un veterano periodista de la Associated Press -de nombre Michael Goldsmith– que había sido torturado por Bokassa en la República Centroafricana después de su demencial coronación como emperador. Y su experiencia en una celda con el dictador -contada al calor de una botella de Rioja– me puso en más de una ocasión el vello de punta puesto que Bokassa llegó a creer que las crónicas de Goldsmith -residente en Paris, pero de origen judío- contenían mensajes cifrados para el espionaje británico. Jamás olvidaré su narración, que incluso me ha ayudado como terapia preventiva en algún  momento de mi carrera. Fundamentalmente en Marruecos. Que con Hassan II era una dictadura disfrazada que sonreía a Occidente. Y de la que siempre temí que pudiera despacharme algún día  colocándome los servicios secretos un paquete de drogas en el coche aprovechando que solía entrar en España por Algeciras. El castigo que le infligió aquel dictador atropófago y padre de 50 criaturas a Goldsmith lo recogió después Werner Herzog en un documental que dio la vuelta al mundo. Ecos de un imperio sombrío (Alemania, 1990), se titulaba el filme. Bokassa duró en el poder el tiempo que quiso Francia, que primero lo sostuvo y después lo depuso tras un golpe de Estado impulsado desde El Elíseo. Tal vez no cayó antes porque gozaba de la protección del presidente Valery Giscard D’Estaing, que viajaba con frecuencia a Bangui para participar en cacerías selectivas en las que no faltaban obsequios a los invitados en forma de diamantes. Pero tras un dictador siempre hay una potencia. Y si Bokassa tenía a Francia, Somoza se amparaba en Estados Unidos. España lo hace con Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial, sea cual sea el color del huésped de turno en La Moncloa. Aunque la última vez que estuvo en Obiang en España (2006), el Congreso de los Diputados se opuso a que pisara el hemiciclo.

Hombre distante (y de rencor frío), de Juan Vicente Gómez no existe un retrato objetivo como gobernante. Entre otras cosas porque no dejó nada escrito. Y porque muy pocos se han atrevido en Venezuela a hacer una revisión histórica de los primeros cien años que siguieron a la independencia por aquello de primero Dios y después el hombre. No en vano se le recuerda porque nació y se fue al otro Mundo coincidiendo en día y mes con el prócer Bolívar. Murió el dictador de un cáncer de próstata, después de padecer diabete y caminar ayudado de un bastón a consecuencia de un tiro que le tenía perforada una pierna. Comentan en Venezuela que le recomendaron operarse de próstata en Paris con el eminente doctor Jean Baptiste Marion. Pero el general se negó a abandonar el país. Y exigió al galeno que viajase a Caracas. Como desconfiaba, le obligó a que pasara antes por el quirófano a dos pacientes venezolanos que sufrían  la misma enfermedad. Pero uno de ellos falleció a las 24 horas. Y Marion tuvo que salir precipitadamente de Venezuela. No se le conocía otra afición que las mujeres, la riña de gallos y las carreras de caballo. Pero estas dos últimas actividades las seguía distanciado del pueblo. Como la próstata le obligaba a orinar con relativa frecuencia, buscaba la poceta (o inodoro) allá donde la hubiese. Siendo frecuente ver a Gómez entrar en casas particulares para evacuar líquido. Esto creó una gran controversia dentro del país, entre quienes se sentían honrados porque el dictador usara sus toilettes y los que nunca pudieron gozar de tal privilegio. Muchas veces somos los ciudadanos los que contribuimos a fabricar monstruos. Franco era sólo un soldado que meritó en la guerra de África. Y que tras levantarse contra la II República (y llegar a la cúpula alzista tras la muerte de Sanjurjo y Mola), la Iglesia Católica le concedió el privilegio de entrar y salir bajo palio de las catedrales de España. Luego vendría el paisanín que soltaba los salmones a escasa distancia para que pudiera disfrutar del lance. De las figuras históricas de Venezuela -cuenta el historiador Germán Herrera Damas– la más identificada con el miedo es Juan Vicente Gómez. Vargas Llosa en La Fiesta del Chivo retrata al dictador dominicano Leónidas Trujillo y García Márquez en El Otoño del patriarca cuenta la historia de un anciano general llamado Zacarías que sobrepasó los cien años en el poder. Miguel Asturias recrea asimismo en El señor Presidente al omnímodo Carrera Turcios de Guatemala. Nada mejor que la literatura para medir nuestros temores. Pero también para prevenirnos de quienes los infunden.