Muammar el Gaddafi

Conocí a Gaddafi de madrugada. Cuando celebraba en Trípoli un grotesco encuentro con estudiantes de su país. Corría abril de 1986. Y yo estaba destacado en Libia por el diario El País a la espera que de un momento a otro fuera atacada Trípoli por la aviación estadounidense. Lo que ocurrió días después por partida doble. Porque también fue bombardeada Bengasi. Segunda ciudad libia. Y capital de la antigua Cirenaica. Hoy bajo control de la insurgencia que avanza contra el dictador libio. Los periodistas occidentales que cubríamos la crisis de Libia con Estados Unidos de aquella primavera nos encontrábamos alojados en un hotel frente al puerto capitalino llamado Al-Kebir. Era entonces el alojamiento más decente de la ciudad. Con salones amplios donde se daban cita políticos, diplomáticos y hombres de negocios. Los empleados del hotel no eran libios, sino marroquíes. Emigrantes que sustituían a su vez a otros emigrantes. En este caso tunecinos. Que habían sido expulsados en masa del país semanas antes a raíz de una de las muchas rabietas que sostenía entonces Gaddafi con sus vecinos del Magreb. El coronel le enviaba recados con mensajero a una joven periodista neoyorkina de 29 años (y formada en Yale) llamada Marie Colvin. Hoy corresponsal diplomática del Sunday Time. Y entonces trabajando como meritoria para la agencia UPI. En los mensajes le invitaba a un encuentro informativo. Pero siempre de noche. Colvin decidió aceptarlo, pero nos pidió a otros cuatro corresponsales que la acompañásemos. Y así fue como yo me encontré frente Gaddafi a un metro escaso de distancia. Y al menos durante una hora. He recurrido a la hemeroteca de El País para cerciorarme de la fecha. 11 de abril. Y para recordar con exactitud lo que escribí de aquel encuentro. Que fue un esperpento. Era más de la una de la madrugada. Y el coronel ocupaba un sillón en el interior de una jaima que había sido instalada provisionalmente en el paraninfo de la Universidad de Tripoli. Para cuya ambientación había hecho traer arena del desierto. Y una pareja de camellos, con cría incluida. Gaddafi sólo miraba a Colvin. Y cuando los cuatro periodistas restantes intentábamos formularle alguna pregunta jaleaba a los estudiantes con una mano para que le acompañaran en la respuesta con gritos y consignas contra Estados Unidos. Fue dificilísimo entrevistarle. Porque el griterío -al que se sumaban sus matones– obligaba a hacer un esfuerzo mayúsculo. Y a emplear por parte nuestra ocurrentes recursos para registrar sus palabras. Que fueron en inglés para asombro de todos. Aunque yo creo que por deferencia hacia Colvin. Que compartió su exclusiva con nosotros a cambio de seguridad.

Fue una madrugada de sorpresas. Porque después de la entrevista Gaddafi ordenó que accediera a la jaima un grupo de invitados extranjeros. Como yo era el único español de los cinco corresponsales, a aquellos invitados los reconocí de inmediato. Eran jornaleros andaluces del Sindicato de Obreros del Campo, a cuyo frente se encontraba un histórico de la organización. Francisco Casero. Y que yo conocía de años antes cuando agitaba la reforma agraria por los latifundios andaluces apoyado intelectualmente por el hispanista Edward Malefakis. Lo primero que hice fue preguntarle a Casero qué hacía al lado de Gaddafi. Y me contestó con una originalidad que en parte era cierta, pero que me pareció igual de rocambolesca que la entrevista que acabábamos de hacerle al coronel. “Estamos ayudando a los libios a reordenar sus jardines públicos”. Casero y sus jornaleros andaluces estaban invitados a todo plan por Gaddafi. Con visitas propagandísticas que incluían adoctrinamientos desde el libro verde. Y paradas militares con menores de edad armados hasta los dientes. Esa noche tocaba la Universidad. Y por eso el coronel esperaba allí a los jornaleros acompañado de un grupo de estudiantes adictos. En Trípoli no existían entonces jardines. Y la poca zona verde que a duras penas sobrevivía entre el asfalto (y la arena) presentaba maltrecho aspecto. Era en aquellos parterres donde se empleaban Casero y sus hombres. Que habían viajado a Libia provistos de palas y azadones. Pero también de plantas, bulbos y semillas para corresponder con jardines a la hospitalidad ofrecida por el dictador. Todo aquello me parecía de locos. De una parte, los jornaleros andaluces moviéndose por el país como Pedro por su casa. Y de otro, el propio Gaddafi. Que -envalentonado y en permanente provocación hacia Estados Unidos- se estaba ganando a pulso día a día el ataque aéreo. Lo que ví aquella madrugada fue suficiente para obtener de Gaddafi el retrato del dictador mitómano. Endiosado y caprichoso. Que se aseguraba los hurras deslenguándose contra Estados Unidos. Y que jugaba como quería con Europa porque sus cartas estaban marcadas por el petróleo. Gaddafi se hizo con el poder hace ya más de 40 años. En un golpe de Estado que destronó al rey Idriss. Y regó de populismo panarabista a Libia. Con la nacionalización del petróleo. El fin de las bases militares extranjeras. La beligerancia contra Israel. Y el alineamiento con el Tercer Mundo.

Pero la mentira quedó pronto al descubierto. Y de aquella supuesta revolución de 1969 sólo queda ya la extravagante iconografía de su líder. Reconvertido en un déspota dictador que repartió el poder entre sus familiares. Y que dispensó prebendas a las principales tribus bereberes del país. Que constituyen el verdadero poder moral libio. Y han sido hasta ahora la base de la unidad del país. Hoy ya resquebrajada. Gaddafi dispone de una fortuna sólo en el Reino Unido de más de 32.000 millones de dólares. Y ha transmutado a Libia hacia un regimen hereditario cuyo delfín es el segundo de sus hijos. Saif el Islam. O La Espada del Islam. Un acaudalado arquitecto de 38 años que gusta vestir a la moda italiana. Y que los cancilleres occidentales contemplaban hasta ahora como el mejor sucesor de su padre. Tremenda hipocresía. Como tremenda sigue siendo la actitud hacia Libia de la Unión Europea. Que ha reaccionado tarde (y mal). Desbordada por los acontecimientos. Y avergonzada por la revelaciones de la prensa internacional. Que ha puesto al descubierto que en esa parte del mundo conformada por las antiguas provincias romanas de Cirenaica y Tripolitana habita un monstruo que estamos todos hartos de ver en imágenes junto a Berlusconi, Aznar, Zapatero, Sarkozy… Y que ordena matar a sus opositores con armas de guerra. Las mismas que por valor de 1.400 millones de euros viene vendiéndole en los últimos cinco años al regimen libio la Unión Europea. Como es el caso de Bélgica. Cuyos lanzamorteros FN Herstal están siendo empleados por los mercenarios de Gaddafi contra el pueblo. Como lo demuestran los videos que se están colgando estos días en YouTube. Herramienta vital de nuestros tiempos. Desconozco que va a pasar con Gaddafi. Tampoco sé qué derroteros van a tomar los acontecimientos. De momento todo parece indicar que estamos ante la crónica de una muerte anunciada. Pero Occidente no puede ponerse de lado. Y dejar que el tirano muera matando. Hace tiempo que no veo personalmente a Marie Colvin. Pese a que estuvo casada con un íntimo amigo mío que desgraciadamente ya no está con nosotros. Fue siempre una brava periodista. Y estos días las emisoras de radio y televisión se disputan su opinión sobre el futuro de Gaddafi. Preguntada el martes último por John Hockemberry y Celeste Headlee, de The Take Way, sobre lo que está pasando en Libia, ha dicho: “Gaddafi es un personaje inclemente que al sentirse acorralado mata al primero que se encuentra. Ha estado preparando a su hijo como sucesor. Pero como sea derribado éste correrá su misma suerte”.