Vicente Fox

Vicente Fox fue uno de los primeros políticos que conocí al llegar a México en 1991. Otro era Luis Donaldo Colosio, del que me hice buen amigo. Ambos luchaban en aquellos tiempos por acercarse a la Presidencia de la República. Colosio -que pertenecía al PRI- fue asesinado en Tijuana en 1994, siendo en ese fatídico momento candidato presidencial. Cuando todo lo tenía a su favor. Fue un mazazo. Un magnicido que nunca se aclaró. Sin embargo, Fox -que procedía de la oposición, de la derecha cristiana,- consiguió llegar con el tiempo a Los Pinos, que es la sede operativa de la presidencia mexicana. Lo hizo el 1 de diciembre de 2000, convirtiéndose en el primer mandatario de la oposición que alcanzaba la más alta magistratura del país. Lo recuerdo en aquellos primeros meses míos en México compitiendo para gobernador de Guanajuato. En soledad. Con su camión de ranchero recorriendo los 46 municipios de su Estado, tierra fértil entre montañas. En el Bajío. Defendiendo principios diferentes en un país donde entonces era inimaginable el cambio. Con una maquinaria de Estado tramposa que impedía el acceso a los poderes públicos de quien no profesara obediencia al PRI. Carlos Salinas, que era entonces el presidente mexicano, lo noqueó, impidiendo mediante fraude electoral su victoria. Pero no se calló. Y siguió peleando, consiguiendo del poder concesiones que en aquel momento marcaron hito. Entre ellas, cambiar la Constitución para que los hijos de extranjeros -él lo era por padre estadounidense y madre donostiarra- pudieran aspirar en igualdad de condiciones a la Presidencia de la República. Cuando lo logró, envió al PRI a la oposición, levantó grandes esperanzas -muchas de ellas después frustradas- y concluyó su mandato sin tener que huir de México, que era lo que hacían algunos de sus antecesores paran no ser linchados politicamente.

El martes último nos vimos en Madrid en un almuerzo. Le acompañaba su esposa, Martha Sahagún, que es como un segundo Fox pero entregada en cuerpo y alma al primero. Mujer inteligente, llegó a ser portavoz presidencial en el primer año de mandato de su esposo, pero  finalmente  se dedicó a ejercer como primera dama. La pareja anda inmersa en el desarrollo del Centro Fox, fundación política que ambos pilotan desde el Racho de San Cristobal, su residencia de siempre, allá en Guanajuato. Conservan allí los archivos completos del sexenio gobernante, algo que llama la atención puesto que -salvo su predecesor Ernesto Zedillo- todos los demás presidentes mexicano han prendido fuego a sus papeles más delicados para no dejar rastro. El Centro Fox tiene como objetivos la formación de líderes éticos, el análisis de la política global, fomentar las relaciones de México con Europa y resto de América, inculcar valores de transparencia, libertad y equidad de género, y promover el desarrollo para combatir la pobreza. Con ello intenta poner freno al populismo chavista, pero desde principios conservadores. No voy a enjuiciar a tiempo pasado la labor de Fox como presidente de México -con sus luces y sus sombras-, que para eso tiene a sus biógrafos. Pero sí me quedo con la figura del ex presidente, con su compromiso de seguir dando batalla, lo que rompe con la tradicíón de la mayoría de sus antecesores, condenados a callar, pensionados de por vida, asistidos también de forma vitalicia por el Estado Mayor presidencial, unas veces acomodados en sus fortunas, otras dedicados al tráfico de influencias. Fox confiesa que sigue vivo, que opina, que se resiste a ser jarrón chino, que es como Felipe González define el día después de un gobernante. Admite que levanta críticas. De las que duelen. Por qué no te callas, güey, le dicen a veces. No obstante, sigue. Lo que comenta con sorna mientras disfruta plácidamente de unos chipirones en su tinta, plato que le resulta materno.

A Fox le tocó gobernar en tiempos de Bush. De Aznar. Mucho se habló en su día de aquel súbito viaje del presidente español a México buscando su adhesión al Trío de las Azores. El que integraron Bush, Aznar y Blair -escoltados por Barroso- para intentar convecer al mundo que Irak -Sadam Hussein, en suma- poseía armas de destrucción masiva, lo que resultó incierto. Pese a la afinidad ideológica, Fox le dio puertas a Aznar, que fue un osado. En primer lugar por inmiscuirse en un país soberano. Suponiéndole aún colonia. Y después por mostrar su enfado con soberbia. Jamás creyó Fox a los de las Azores, pese a que le abrumaron con presiones. No por instinto, sino porque nunca le pudieron demostrar que tales armas existían. Lo confesaba el martes, recordando que inundaron su despacho de documentación. De planos. De localizaciones. Que ampliadas a lente sólo mostraban puntos de la geografía campesina -cobertizos, establos, rediles para guardar ganado- donde supuestamente los iraquies ocultaban sus fábricas de uranio. Estados Unidos buscaba los votos de México y Chile en el Consejo de Seguridad, pero tanto Lago como Fox se comprometieron en complicidad para impedir la intervención militar al amparo de Naciones Unidas. Y así llegó la guerra. Con mentiras. Por decisión de tres. O tal vez de cuatro, porque Japón prestó su apoyó pero no dio la cara. Guerra con un inmenso coste. Que tuvo al Vaticano en contra. Que nos condujo al 11-M. Que expulsó al Partido Popular del Gobierno de España. Han pasado ya más de seis años de todo aquello, pero Aznar todavía no ha rectificado. Lo que le distancia de su amigo Fox, hoy más ranchero que nunca. Conservador siempre. Disfrutando de los chipirones. Saboreando un buen rioja. Contando con naturalidad aquello en grata sobremesa. Ya sin tensión. Para la historia. Sin temores. Y con la conciencia tranquila de no haber contribuido al engaño. Contrariamente a Aznar, Fox es un  jarrón chino elegantemente colocado. Que ya es mucho para ser voz respetada.