Panamá querido

He recibido hoy un correo electrónico de mi amiga Itzel Velásquez echándome flores. Y me ha dado enorme alegría saber de ella. Itzel es una gran periodista, además de socióloga. Y escritora. Que durante un tiempo fue estrella de la televisión panameña. En la década de los 90, Itzel, otro informador y cineasta de nombre Fernando Martínez -entonces corresponsal en Ciudad de Panamá del diario mexicano La Jornada– y yo nos frecuentábamos bastante. Y de manera especial cuando la ocasión me requería en ese país centroamericano. Que no fueron pocas. Trabajaba yo entonces como corresponsal del diario El País en la región. Y además de amigos (y periodistas), a los tres nos unía el compromiso moral de ayudar a Panamá a salir de la degradante situación en que había caído tras la infame invasión militar de diciembre de 1989 por parte de Estados Unidos. La desafortunada Operation Just Cause (32.000 soldados). Y que tenía como objetivo capturar con vida al general Noriega. Aquello fue como rizar el rizo en un país permamentemente pisoteado en su soberanía. Con otros 12.000 soldados desplegados desde años atrás en las diferentes bases USA ubicadas entonces a lo largo del canal. Los tres éramos conscientes de que Noriega era un depravado. Pero no ha habido hasta hoy causa alguna en el mundo que justifique un despliegue como aquel en un país tan desarmado como Panamá. Que en vez de Ejército lo que tenía era una Guardia Nacional con limitadas pretensiones militares. Y pese al cambio de nombre que le había dado Noriega para disimularlo. Fuerzas de Defensa de Panamá. Eran tiempos de Bush padre. Que pienso necesitaba incorporar a su biografía una invasión como la que ordenó su antecesor Reagan contra la isla de Granada. Operation Urgent Fury (7.300 soldados), otro despropósito.

En los 90 era presidente del país el abogado   Guillermo Endara. Ya fallecido e hijo del hombre que introdujo la radio en Panamá. Bonachón y manejable, más que intentar devolverle a Panamá su dignidad lo que hizo fue inscribirla en la opereta. Cuando le conocí estaba recién casado con una veinteañera (y estudiante de Derecho) llamada Ana Mae. Treinta años más joven que él. Y a la que había conferido poderes más allá de su función constitucional como primera dama. Hasta el punto de que se miraba al espejo cada mañana creyéndose la Evita Perón de los panameños. Esto en el mejor de los casos. Porque en el peor no dejaba de ser una verdadera campeona de meter la pata. Y de ignorar lo que es el más minimo sentido del ridículo. Extravagante, osada y caprichosa, un día se empecinó en presidir a lomos de un caballo el desfile de Carnaval. Iba disfrazada de apache, con un traje de cuero de un pieza rematado en flecos. Y escoltada por siete guardaespaldas a pie. Presidía el desfile Endara. Y al pasar ante la tribuna saludó a su marido llamándole cariñosamente Pichulo. A lo que éste respondió con un Adios, mi amor. De madre china, su familia comercializaba una salsa agridulce etiquetada con su nombre. Y como insultaba a los poderes públicos, se atrevía a descalificar a los ministros, llamaba muñequitas de porcelana a las primeras damas de los paises vecinos, se enfrentaba a la curia y hacía (y deshacía) a su antojo. Alguien mandó una inspección sanitaria al negocio familiar. Y los periodistas panameños -muy enojados entonces con ella porque les hacía morisquetas en las conferencias de prensa- no dudaron un minuto en llevar a las primeras páginas de sus periódicos los resultados del laboratorio. Salsa en mal estado, rezaban los titulares. Macondo se quedaba pequeño con aquel país en el que reinaba a sus anchas la joven Ana Mae. Y por mucho que sus disparates nos hicieran sonreir a Fernando, a Itzel y a mi, en el fondo lo que sentíamos era una profunda tristeza por el rumbo que había tomado la república. Que apagábamos con unos tragos de ron mientras escuchábamos salsa del genial Rubén Blades. Hace unos años leí una entrevista en la que Ana Mae -rozando en ese momento los cuarenta- se mantenía en sus trece al sentenciar que no se arrepentía de su temerario pasado. Y recientemente supe que pretende ser candidata presidencial en las elecciones de 2014. Qué Dios proteja a Panamá del regreso de tan tornadiza dama.

Mis recuerdos de este país centroamericano son profundos. He pasado muchas horas en soledad frente a las exclusas de Gatun y Miraflores viendo como cruzaban el canal buques con banderas de todo el mundo. Es un espectáculo único. Como lo es también transitar por el puente (de hierro) de Las Américas. El Thatcher Ferry Bridge, que llamaban los estadounidenses. Y que desde 1962 une Ciudad de Panamá con Colón. O las dos mitades del continente americano a través del istmo. Tengo ganas de verlo iluminado, puesto que en 2003 se le proveyó de luz. Y porque en los tiempos en que yo andaba por Panamá no llevaba incorporado el efecto eléctrico. Tampoco existía el puente atirantado del Centenario, el segundo que cruza el canal. Y que fue inaugurado en 2004. Panamá fue pisada por primera vez por Cristobal Colón en su cuarto viaje (1502). Con cincuenta años, la salud quebrantada y los alimentos engusanados. Para mi este detalle me llena particularmente de emoción porque la expedición -cuatro naves- partió de Cádiz, mi ciudad natal. Y no pudo hacer escala en La Española porque se lo prohibió el gobernador Obando. Pero al llegar a la costa panameña descubrió una hermosa bahía a la que llamó Portobelo. Que con el tiempo acogió un asentamiento de españoles cuyas fortificaciones han llegado a nuestros días. Pese a que las murallas de sus fuertes tuvieron que soportar el feroz ataque de los corsarios. Drake, Parker y Morgan, entre otros. De ahí que uno de esos asaltos culminara en éxito inglés. Y el nombre pasara a la posteridad en el callejero de Londres. Mis recuerdos de Portobelo, o aquellos paseos al atardecer por la ruinas de la vieja Panamá (a dos kilómetros de la actual), me proporcionaban viajes de fantasía a los años de la Colonia. Con flotas cargadas de lingotes de oro que escapaban (o sucumbían) del acoso pirata. Con mareantes diestros en el arte de navegar. Y un espíritu de aventura colectivizado en permanente desafío a todo tipo de suertes. Pero Panamá está más allá de la imaginación del periodista viajero. Y mientras la ciudad nueva atesora un centro histórico del siglo XVIII (mitad francés, mitad español) en sus arrabales se levantan grandes rascacielos que ocupan oficinas financieras que hacen negocios con medio mundo. Con una importante colonia judía cuyos miembros me permitieron en 1993 presenciar de cerca (y por primera vez) la celebración del Yom Kippur. Día del perdón o del ayuno blanco, que es como le llaman los sefardíes. Quiero regresar pronto a Panamá. Y que Itzel y Fernando me cuenten cómo camina el país. Lejos de aquella opereta de los 90. Y ya sin uniformes gringos custodiando el canal. Con la bandera panameña ondeando en la cima de cerro Ancón. Símbolo de la soberanía devuelta. Y recordando a Juantxu Rodríguez. Aquel joven fotógrafo de la Universidad Menéndez Pelayo que venía a verme con Sabela Torres -entrañable compañera de promoción- a la redacción de El País en Sevilla. Y que una bala asesina acabó con su vida en los alrededores del Marriot en los primeros días de la invasión. Abrazadito a su cámara, como refirió Maruja Torres. Compañera de fatigas. Y memoria viva de aquella infamia. Panamá querido.