Asomado al mar (5)

Domingo 5 de diciembre. He vuelto al cabo de San Antonio. Pero esta vez lo diviso desde Les Arenetes. Confín costero de Denia. Y en un día también luminoso, que al caer la tarde transforma el mar en un inmenso espejo de plata azul. Me acompaña una garza blanca apostada sobre las rocas que mira fijamente al horizonte. Con la silueta de Ibiza en la lejanía. Y que remonta vuelo justamente cuando se esconde el sol. Buscando abrigo en la montaña. Es un día de recuerdos. Porque la primera vez que pisé este lugar de Les Rotes fue hace veinticinco años. En una incursión desde Jávea por los barrancos del Montgó, tras recorrer los alrededores del cabo de San Antonio. Una de las vistas más espectaculares del Mediterráneo español. Y que tras la Reconquista fue poblado por ascetas eremitas. Que vivían en sus concavidades. Y celebraban cultos en un pequeño santuario por ellos levantado bajo la advocación de San Antonio. De ahí el nombre del cabo. Y de su faro. No llego a alcanzar la Cova Tallada porque está a 45 minutos a pie bordeando la costa. Pero la situo desde donde me ubico. Porque fue allí a donde me llevó en 1985 mi buen amigo Manuel González Scott-Glendonwyn. Otro viejo coronel (esta vez español) al que conocí un año antes (y en vísperas de Navidad) también en tierras de África. En un gigantesco hotel de Lagos, en Nigeria. Muy distinto a aquel otro pequeño (y colonial) de Argel en el que nos hospedábamos Antonio di Oliva y yo en 1979. González ya no está con nosotros. Porque un enajenado le asesinó (junto a su esposa) hace ocho años en su residencia veraniega de Jávea. El criminal fue su propio criado nigeriano. Y cuando murió era ya un anciano de 85 años. Pero con la cabeza lúcida. Y una memoria tan exquista como tan intensa fue su vida desde que se uniera como soldado voluntario de Regulares al Ejército africano en que se apoyó Franco para iniciar la Guerra civil. Dejando atrás tres cursos completos de Medicina. Le conocí casualmente en el Eko Hotel de Lagos, donde ocupaba una suite de 20 metros cuadrados con teléfono directo. Y bien abastecido de latas de conservas españolas. Un año después del golpe militar que puso al frente del país al general Muhammadu Buhari. Que había iniciado una feroz cruzada contra la corrupción. Y cuando -retirado ya del Ejército– se dedicaba a negocios relacionados con la captura del langostino yumbo en aguas nigerianas. Porque Manuel -aparte de militar- era un hombre diestro en negocios. No en vano, fue quien lanzó al mercado español el limpiacalzados Kanfor, que luego vendió a una multinacional estadounidense. Y el capilar Sj-38, un crecepelos en el que tenía intereses la Compañía de Jesús. De ahí la Sj que precede al doble dígito.

Acudí a Lagos en diciembre de 1984 como enviado especial de El País en busca de un capitán español de la Marina Mercante -de nombre José Luis Peciña– prisionero de los nigerianos por supuesto contrabando de petróleo. Había sido condenado a morir ejecutado, pero la mediación diplomática y una visita a Buhari de un alto mando militar español con un mensaje del Rey Juan Carlos fue eclipsando poco a poco tal posibilidad. Aquel proceso duró largo tiempo. Y hasta año y medio después -con otro general al frente de Nigeria- no fue definitivamente puesto en libertad Peciña. Coincidiendo con aquel desplazamiento conocí a Manuel González Scott-Glendonwyn. Huía yo del entonces embajador de España en Lagos, José Luis Fernández de Castillejos. Un demente al que molestó mi presencia allí porque los periodistas españoles teníamos terminantemente prohibida la entrada al país. Donde llegué haciéndome pasar como viajante de negocios tras haber hecho escala previamente en otras dos repúblicas africanas. Fue quién me protegió de aquel enloquecido. Que amenazaba a gritos con delatarme a las autoridades militares si no abandonaba de inmediato Nigeria. Todo ello a ojos del canciller español Alfredo Partearroyo. Excelente amigo con el coincidí años después en México. Y al que hoy reitero de nuevo mi agradecimiento por ponerse de mi lado en aquella situación tan surrealista como inimaginable. Que, sin embargo, me permitió entablar amistad con una persona extraordinaria (y rebosante de sabiduría) como Manuel. De vida y experiencias muy similares a la de aquel otro colonello que conocí en Argel. Fueron muchas horas juntos. De charlas. Y de consejos. Incluso me convenció para que alargara mi estancia en la capital nigeriana. De manera que pudiéramos viajar juntos de regreso a España en el vuelo de Iberia que unía dos veces por semana Lagos con Madrid previa escala en Abiján. Porque así me garantizaba la seguridad que nunca me dio aquel ridículo embajador de España. Y porque era hábil en el manejo oculto del aeropuerto. Sobre todo en aquellas fechas cercanas a Navidad en que los policías de fronteras -y de aduanas- solían hacer la vista gorda con los extranjeros a cambio de sobornos encubiertos como aguinaldos. Fue aquel excepcional hombre quién me explicó como los submarinos de la Regia Marina -y también los de la Kiesgmarine que compartían base en La Spezia– se proveían de agua potable en la Cova Tallada. Y como en Huerta Grande -aquella otra base secreta de Algeciras– un espía italiano -que luego supe que se trataba de Giulio Pistono– enviaba mensajes cifrados a Borghese mediante un sofisticado sistema de transmisiones.

González Scott-Glendonwyn había oido hablar de la presencia de agentes secretos italianos en Huerta Grande cuando frecuentaba la sala de banderas del Gobierno militar del Campo de Gibraltar. Donde estuvo destinado en la década de los 50 como oficial del Ejército. La Segunda Guerra estaba aún muy reciente. Y lo que ocurrió en aquella bahía de Algeciras con la Regia Marina formaba ya parte de una leyenda que se transmitía oralmente entre jefes y oficiales. Que distraían así su tiempo libre recordando aquellos episodios. Máxime cuando por allí acudían todavía militares retirados que habían colaborado estrechamente con italianos y alemanes. Me contó Manuel que aquellas historias le devolvieron a sus días de permiso veraniego -como capitán de tropas indígena- en Puente Mayorga. La playa de San Roque a la que acudía en los años 40 con su familia. Porque los Scott-Glendonwyn -pese a que Manuel nació en Écija- eran originarios de aquella ciudad. Nieto por lado materno de un coronel del Ejército británico que murió de un ataque de paludismo en India. Pero que antes estuvo destinado en Gibraltar. Donde conoció a su abuela, quien -después de enviudar- residió con sus hijos huérfanos en la casa materna de San Roque. Por eso le resultaba familiar la historia del Olterra. Buque que llegó a ver por primera vez en agosto de 1940 todavía varado frente a aquellas playas. Y la del matrimonio Ramognino, del que le hablaba su madre y su tía por sus excentricidades al pasear junto a la orilla del mar. Él muy parlanchín y con sombrero de paja trenzada tipo canotier. Y ella con tejido de gasa cubriéndole hasta las muñecas. Pero jamás supo que eran espías. Todo lo contrario al otro matrimonio italiano de Huerta Grande. Los Pistono. De quienes me dijo -siempre sin conocer su identidad- que huyeron de aquella propiedad tras la capitulación de Italia. Siendo confiscadas las dos casas y el terreno por el Ministerio del Ejército. Que hizo de aquellas dependencias un recreo de descanso para los gobernadores militares del Campo de Gibraltar. Y próxima a una batería de costa con cañones artillados Vickers. Que procedían del desguace del acorazado Jaime I. Con un alcance de 21,5 kilómetros y con capacidad de fuego de un disparo por minuto.

                                                                                                                            (Continuará)