Viaje a Toro

Sábado 5 de febrero. Hacía más de treinta años que no viajaba a Toro. Ciudad de ley que la llaman. Y por cuya vega se pasea el Duero. Para ser invierno, luce un sol espectacular. Que al atardecer ilumina de oro viejo su colegiata. De nombre Santa María la Mayor. Siglo XII. Llegué por primera vez a estas tierras zamoranas en los 70 como compañero de viaje de un amigo gaditano. José María Blanco Fernández de la Puente. Que en aquellos tiempos estaba terminando sus estudios de ingeniería. Y cuya novia -luego su esposa- tenía casa familiar en la ciudad. Hija del médico de Sangenjo, con el tiempo les he perdido la pista a ambos. Juanito, el dueño del Bar Alegría, me ha dicho que andan por Valladolid. Sin saberlo, me he encontrado a Toro en fiestas. Cuando todavía algunos celebran rezagados la Candelaria, otros -los más jóvenes- rememoran las fiestas de quintos. El nombre tiene su origen en la contribución de sangre que el rey Juan II de Castilla -nacido aquí- impuso durante su reinado a la ciudadanía como obligación de ser convocada a filas. No son patrimonio exclusivo de Toro estas fiestas. Que otrora se extendían por todos los pueblos de España coincidiendo con la mayoría de edad de los reemplazos del servicio militar. Extinguido éste, muchos pueblos las mantienen para que no se pierda la tradición. Y se han convertido en fiestas de jóvenes. Donde los quintos se ponen sus mejores prendas. Y las muchachas que les acompañan -que cariñosamente llaman quintas- van igual de compuestas. Me recuerdan las fiestas de fin de año a las que acuden los bachilleres enfundados en trajes con corbata. Con la salvedad de que éstas son diurnas. Pese a que a la noche terminan todos en una discoteca. Un joven a caballo con atuendo militar recorre las calles de Toro como reclamo. Mientras que el resto -los que integrarían el reemplazo del 93- acuden a bares y tabernas recitando complillas. Las hay apegadas a la tradición. A las puertas traigo madre,/ a mi quinta enamorada/ si la quieres conocer,/ asómate a la ventana. Pero también de los tiempos que corren. Nos esperan los Erasmus,/ el curre y la Gran Bretaña./¡Cómo voy a echar de menos/ a mi Torito del alma!.

Este año han coincidido estas fiestas con la de las Águedas. Así que me encuentro feliz en Toro. Recorriendo de clarete en clarete los bares y tabernas de su Plaza Mayor. Consumiendo tapas que llaman calandrakas y buen rollo. Y divirtiéndome con todo cuanto observo. Las Águedas le dan a su fiesta un toque de color. Puesto que es el día en que las mujeres lucen sus trajes regionales. Que cubren con mantones de Manila en honor de la santa que recibe ese nombre. Una joven lozana de Sicilia que en el Siglo III sacrificó su virginidad -y por ende la posibilidad de ser madre- para entregarse a Dios. Y que fue martirizada por rechazar a un tal Quinciano que la pretendía como concubina. Como le cortaron los pechos y la quemaron viva, se convirtió en patrona de las nutrientes. Y después de las mujeres casadas. Que con tal motivo cada 5 de febrero se hacen con el poder   municipal durante 24 horas. Con una ceremonia inicial que consiste en recibir de manos de cada alcalde el respectivo bastón de mando.   Cansadas de sus bailes regionales debían de estar las Águedas de Toro cuando yo he llegado a la Plaza Mayor. Porque me las he econtrado bailando la conga. Y repartiendo guasas. Juan Vicente Álvarez es conocido en la ciudad como Juanito. Hombre de edad, regenta junto a su hijo Javier el Bar Alegría. El comedor de este establecimiento me recuerda el de las viejas fondas. La última vez que frecuenté uno similar fue el pasado verano en Santarém. En el corazón de Portugal. Envuelto en fotografías y cartelería taurina, entre sus clientes  habituales se encuentran los forçados de la localidad. Taberna do Quinzena se llama. El comedor del Bar Alegría es de reducidas dimensiones. Rectangular y con sólo ocho mesas. Que se acercan entre ellas permitiendo que los clientes entren en tertulia. Un zócalo alto, y alicatado de azulejos con rosetones azules y amarillos, lo hace aún más acogedor. Conserva en sus paredes una colección de 143 relojes de bolsillo. Y también una lámina enmarcada del torero Manzantini. Que comparte espacio con fotos del maestro Andrés Vázquez, nacido en el vecino pueblo de Villalpando. Me sorprende escuchar desde un pequeño amplificador coplas de la Niña de Antequera. Con los bracitos en cruz,/ iré en busca de tu pare…/ ¡Lo juro por tu salud!/ Pá que siempre sepas tú/ lo buena que es una madre. Juanito fue uno de los fundadores de la Peña Flamenca de la ciudad. Que aglutina a puristas del cante. Contemplo una foto de Antonio Mairena posando en abrigo por las calles de Toro. Y me viene a la memoria aquellas compañías de variedades que desde Sevilla acudían a estas tierras del viejo Reino por la Ruta de la Plata. De teatro en teatro. Copla y cante. Cante y copla. Con doble función en Salamanca. Tierra de Rafael Farina.

De la Niña de Antequera paso a los monjes del Monasterio de Silos. Cuyos cantos gregorianos emplea la Colegiata como música de fondo durante las visitas. Estoy presenciando la Portada de la Majestad. Concebida como románico en tiempos de Fernando III el Santo, pero acabada en gótico leonés. En la parte superior del tímpano, la Virgen es coronada por su hijo en el Paraiso, en el que concurre una representación de la Iglesia Triunfante y del Juicio Final. Es un pórtico espectacular. Y de enorme belleza. Porque conserva la policromía original que se añadió a la piedra. Está cubierto y protegido por muros. Ya que fue utilizado siglos atrás como retablo mayor de una capilla independiente. El interior de la Colegiata es gélido. Me detengo ante la talla de un barrigudo San Blas. Que es a quien suelen encomendarse los enfermos de garganta. San Blas era un obispo armenio que ejercía la medicina. Y que salvó la vida de un niño al que se le trabó en la garganta una espina de pescado. Desde el exterior de la colegiata se divisa la vega de Toro. Con el Duero acelerando su corriente tras cruzar el Puente de Piedra. Que es contemporáneo a la Colegiata. Y gemelo de otro también románico que se encuentra en Zamora. En esta vega se desarrolló en 1476 la batalla de Isabel de Castilla contra su sobrina La Beltraneja. Y que permitió a la primera hacerse con el trono castellano. La puesta de sol es magnífica desde este balcón a la Naturaleza que se alinea junto al Paseo del Espolón. Toro tiene conventos de clarisas, dominicas, norbertinas, carmelitas descalzas y mercedarias. El coso taurino (1828) es de los más antiguos de España. Y entre los atractivos de la ciudad figura un coqueto teatro isabelino de nombre Latorre que organiza representaciones todo el año. Me comentaba Juanito mientras almorzaba en el Bar Alegría que el actor francés Gerard Depardieu -a quien se asocia con una bodega de Toro- sólo ha estado una vez por estos lares. Y se mostraba orgulloso, en cambio, del director de orquesta Jesús López Cobos, nacido aquí. Que es benefactor de la Escuela Municipal de Música. La luna creciente ha aparecido sobre el cielo umbrío de Toro. Y la luz eléctrica ilumina ya el escaparate de Casa Arias. La guantería de la Puerta del Mercado que como tienda de complementos ha abastecido en estos días a quintos y Águedas. Dejo atrás la Torre del Reloj y La Corredera. Y ya en la Puerta de Santa Catalina. Frente al verraco de granito abulense -símbolo de Toro- que preside la rontonda que me despide de la ciudad. Un grupo de quintos en retirada me recuerda las horas felices que he pasado entre esta maravillosa gente. Somos los quintos nacidos/ allá por el noventa y trés,/ si quieres que cantemos/ vete soltando el parné.