Bajo los ángeles

Regreso de Girona a Barcelona en un tren de media distancia después de pasar unos días en la masía de unos amigos viticultores en el Baix Empordà, muy cerca de La Bisbal. Han sido dos días felices concidiendo con las últimas semanas de la vendimia. Que me han permitido conocer nuevas experiencias, además de disfrutar de la naturaleza en su vertiente más silvestre. El viñedo comparte espacio (a modo de abrigo) con faldas montañosas que conducen al macizo de les Gavarres, entre bosques de encinas, pinos y alcornoques que se elevan sobre una marabunta de matorrales de brezo y madroñeras, estas últimas en fruto. Son ocho hectáreas de paz, donde mis anfitriones -el matrimonio compuesto por María Jesús Polanco y Guy Jones– intentan con pasión maridar la enología con la naturaleza y el viñedo. Lejos del ruido urbano. Y de otros ruidos catastróficos que alarman desde hace un tiempo al mundo. María Jesús y su esposo han conseguido en los últimos años mediante agricultura biodinámica criar unos excelentes vinos blancos y negres que llevan el nombre de su viñedo. Sota els Àngels. Que es los mismo que nacer bajo los ángeles. El sol preotoñal caldea tibiamente las horas de luz en este bello (y apartado) lugar del agreste catalán. Mientras la noche estrellada se aviene fresca empujada por la brisa del vecino Mediterráneo. Que se avista con claridad desde la parte más elevada del sotobosque. He probado el mosto recién prensado del Carbenet sin saber hasta ese momento cuanta dulzura encierra esa pequeña fruta tinta en racimo. Y he recorrido como neófito las hileras de cepas emparradas. Ahora  en plena recolección manual por cuadrillas de temporeros africanos. Y vigiladas por viejos olivos que esperan pacientemente su turno frutal. Porque la naturaleza va encadenando los ciclos vitales de sus especies. Para ponerlas a la servidumbre del hombre. Y propiciar así su ingesta alimentaria. Lo era al principio de la civilización. Y lo sigue siendo en la agricultura (y en la pesca) tradicional. Probé por primera vez estos caldos del Empordá hace tres años. Pero desconocía su proceso de elaboración. Que se inicia (y se desarrolla) en esa vieja masía. Emplazada junto a un impresionante campo de lavandas. Y que cuenta con un moderno anexo integrado en la arquitectura rural donde se procede al prensado y al almacenamiento del mosto en tintas de vinificación para, una vez fermentado el vino, bajar por decantación a las barricas de roble que se alinean con orden en la cava subterránea. Es un proceso mágico, en este caso íntimo y artesanal. Pero también tratado con esmero para que no sea un vino más, sino una forma de entender la vida. Que es como conciben mis anfitriones el mosto que nace bajo los ángeles.

Viajar en ferrocarril entre Girona y Barcelona es también otra forma de entender la vida. Quizás he esperado muchos años en elegir el tren para hacer mis escapadas de cercanías, pero creo que he llegado a tiempo. España posee una excelente red ferroviaria, incluso superior en calidad a la de otros paises más avanzados. Pero a ello hay que añadir el paisaje, que en este corto viaje de hora y media que me conduce al apeadero del Paseo de Gracia me ha permitido atravesar las comarcas de La Selva y el Vallès Oriental. Con estaciones como las de Hostalric y Granollers en el trayecto. Es esta una tierra de fuertes contrastes, otrora elegida como asentamiento grecoromano. Más tarde reconquistada a los árabes por Carlomagno. Y después reconvertida en cruce de caminos y escenario de hermosas (pero también desgraciadas) historias del medievo aragonés. Hasta que llegó Josep Pla, que transformó su paisaje en poesía abriéndolo así al resto del mundo en el ya finiquitado Siglo XX. Los trenes van ocupados por grupos organizados de africanos -en su mayoría senegaleses- que se emplean en faenas de agricultura tradicional en los campos de La Selva, El Vallès y El Maresme. También hay turistas extranjeros. Estudiantes. Y clases populares (e incluso medias) que prefieren este desplazamiento al automóvil o al autobús. Muy lejos ya de nuestros tiempos queda la histórica Estación de Francia de Barcelona, antaño punto de partida de esta línea ferroviaria e inaugurada en 1929 con motivo de la Exposición Internacional. Y que al concentrar Sants casi todo el tráfico de trenes de la capital barcelonesa se está convirtiendo poco a poco en un terminal testimonial. Muy difícil será borrar de la memoria esta estación de corte modernista y última de estructura de hierro construída en España. Porque desde sus andenes partió la II República hacia el exilio. Como también en los años 60 desde allí emprendieron viaje de ida los trenes migratorios que trasladaban a Europa la España miserable que buscaba en otras naciones más prósperas el trabajo que aquí no encontraba. Hoy el paisaje se mantiene en orígenes, pero el paisanaje está muy cambiado. El Empordà elabora magníficos vinos y en sus rincones relucen estrellas michelines, amparadas por su extraordinaria materia prima y el buen gusto culinario. Pero también sostenidas por la riqueza de la industria fabril y el turismo de calidad que combina la Costa Brava con el poder atractivo de Barcelona.

El Paseo de Gracia me devuelve a la ciudad cuando aún no he despertado de mi corta estadía en los viñedos que mis amigos María Jesús y Guy poseen en el Baix Empordà. Y que les procuran vinos que nacen bajo los ángeles. Entrar en la capital de Cataluña por este hemoso bulevard es todo un privilegio. Los años no impiden que Gracia siga siendo el paseo más elegante de Barcelona. Y el mejor selecto de una ciudad cosmopolita (y de sentimientos arraigados) que es entendida con más generosidad fuera que en otros lugares de España. Hace algunos años quedé sorprendido al observar que el restaurante que estaba entonces de moda en San Diego (California) llevaba el nombre de Barcelona. Y cuando visité en agosto último Baviera me llamó la atención que uno de los cafés mejor emplazados del centro histórico de Nuremberg se llamaba también así. Conocedora de la corta incursión que he hecho estos días al Baix Empordà y a sus viñedos, una amiga barcelonesa de años me ha sorprendido invitándome a cenar en el restaurante Moments, del Hotel Mandarín Oriental. Cuya cocina tutela Carme Ruscalleda, pero dirige su hijo Raül Balam. El almuerzo en Girona antes de emprender viaje supuso para mi todo un broche final. Porque la familia anfitriona me despidió con la gentileza que le caracteriza en la catedral gastronómica del barri vell. El restaurante Nu, de Pere Massana. Maestro de los fogones catalanes. Y a quien recordaré durante un tiempo por la excelente sensación que causaron en mi paladar sus famosos bombones anacarados de ajoblanco. Pero la gloria se ha extendido a la noche. Y he repetido en otro de los grandes de la cocina creativa catalana. Que pese a la delicada elaboración de sus platos no deja de ser tradicional. Por primera vez probé el raor, a quien otros llaman pez lorito. Una especie marina de delicada carne blanca que se pesca al anzuelo en las Islas Baleares cuando se deja. Porque sólo entra al cebo (y muy raramente) de la gamba fresca. Me sentí otra vez bajo los ángeles. Pero al iniciar el plato el mâitre me mostró por cortesía la especie en origen como prueba de su autenticidad. Y descubrí a uno de los peces más bellos que jamás he conocido. Sería estúpido (e hipócrita) por mi parte escribir ahora que sentí remordimiento, pero el raor es un pez que esquiva al hombre. Y que sólo por su astucia merece el indulto al igual que el toro bravo cuando derrocha nobleza. El pez loro es el mito gastronómico de la cocina marinera balear. Y su pesca está vedada durante nueve meses del año, abriéndose en septiembre para concluir en noviembre. No soy persona a quien gusten las excentricidades, pero tampoco dejo pasar las oportunidades. Hoy ha sido un día especial. Y así lo firmo. La noche en Barcelona es cálida. Y mi vida, que no es ésta, seguirá discurriendo de momento en trenes de media distancia. Compartiendo el paisaje con el bloc de notas. Eso no impide que de vez en cuando me permita alguna licencia. Mejor aún si sigo bajo los ángeles.