[Tierra de papagayos]

Don Toño. Y el Señor Francisco. La selva de Los Tuxtlas [en nahualt, tierra de papagayos] raya casi con el mar, en el Estado de Veracruz de Ignacio de la Llave. Y en ella se encuentra la laguna de Catemaco, nacida así por las erupciones volcánicas. Don Toño es en realidad el contador público José Antonio Azuela Rivera, hijo de don Mariano Azuela González, eminente doctor que noveló la Revolución mexicana. Pero para novelarla debió formar parte de ella. Y así sucedió, porque fue teniente coronel médico del Ejército de Francisco Villa. Cuando los villistas sucumbieron ante Carranza, se refugió en El Paso, en donde escribió por entregas a tres dólares por semana. La Revolución tuvo un gran pintor, Diego Rivera. Un gran poeta, Manuel Maples Arce. Y un gran novelista, Mariano Azuela. Don Toño tiene 98 años. Y lucidez natural, a la que asiste una impresionante memoria. Es un eslabón que une la Revolución con este nuevo tiempo en que vivimos: a su padre, protagonista de aquel hito que transformó México, y a su joven nieta Irene [Azuela], destacada actriz de cine y teatro, casada con el bajo del grupo musical Café Tacuva, Quique Rangel. Otro México, global, moderno, transgresor y tolerante, culturalmente en ascenso. Don Toño y el Señor Francisco son vecinos en la laguna de Catemaco, que en realidad es un lago nacido de la erupción volcánica. Francisco Macario Teobal, el Señor Francisco, tiene 64 años, pero pasó por primera vez a Estados Unidos con 57. Pese a los años, mantiene excelente condición física. Y aspecto saludable. Este lago de Catemaco, reserva de la biosfera, irradia a diario en la claridad mental de Don Toño. Y en las manos y piernas de su vecino campesino. Por las venas de ambos corre, además de sangre, talento, sabiduría. Pese a Trump, México y Estados Unidos están en permanente dependencia. “El mexicano siempre tiene un sueño”, dice el Señor Francisco respecto a brincar la frontera. Cuando decidió hacerlo, se endeudó de 4.000 dólares para poder llegar a Phoenix, Arizona, tras cruzar desde Altar, Sonora. Cuatro días y tres noches de desierto con un primer pollero. Cadáveres que se quedan en el camino. La línea. Otro día más. Coyotes en busca de presa fácil. Y la primera luz ya en territorio gringo. Luego el otro pollero, el motel y la troca [camioneta] que le llevó a Miami. Dos años en la construcción trabajando para cubanos por desconocer el idioma. Los festivos frente al televisor para no gastar. Y el retorno a casa, a donde cada treinta días enviaba puntualmente su remesa. Los mexicanos transfieren mensualmente a su país 2.362 millones de dólares [datos de noviembre, 2016], lo que significa un promedio de 318 para cada hogar con migrante. El Señor Francisco se dedica ahora a cuidar la Naturaleza en unas cabañas ecoturistas que dan al lago. Mientras que Don Toño lleva ya décadas sembrando semillas en su propiedad –el vivero El Maduro– para devolverle a la selva lo que la miseria humana le ha ido sustrayendo (o aniquilando) a lo largo de los últimos siglos. Hubo un tiempo en que compartió residencia entre Ciudad de México y Catemaco, pero desde hace seis años reside acá. Azuela, naturalista de vocación, fue la mano derecha de Emilio Azcárraga Vidaurreta en la gran época radiofónica de México, la XEW. Como pagador, conoció a todos los grandes: Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, Toña La Negra, Cantinflas. Libró de deudas a Agustín Lara. E impidió que desahuciaran a Josefina La Chacha Aguilar. También fue amigo, paisano y coetáneo  de Guillermo González Camarena, el inventor de la televisión en color [1940]. Porque fue este ingeniero de Jalisco quién además la desarrolló y patentó en México y Estados Unidos, pese a que Wikipedia lo minimice. Don Toño es tajante cuando define los cambios de ciclos: “Los Beatles acabaron con Agustín Lara”. Porque era otra música, otro tiempo. Trump quiere imponer en el sur un cambio de ciclo, con coste a cargo del débil, pero no le acompaña ni la música ni el tiempo. Destila distancia, soberbia, inquina. Y en esta selva de Los Tuxtlas ya no asustan los jaguares. Que están extintos. Y cuya piel otrora apenas daba para un refresco. Cuando caminamos por la selva, el Señor Francisco me confiesa que piensa de nuevo cruzar la línea, pese al muro, pese a sus años. No muy lejos, Don Toño me espera para almorzar en casa, con el televisor apagado, agrupando minúsculas semillas rojas de aspecto siamés. Huevo de rey, huevo de gringo, cojón de burro [Trevetia ahouai]. “Todo es lo mismo”, exclama sonriendo al verme.

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