Cuento fugaz

A aquel joven poeta le llamaban Pierrot porque de su mejilla derecha resbalaba una lágrima. Pierrot estaba enamorado de Pantalocito verde. Una linda muchacha que como La Sirenita oteaba el horizonte marino asomada a un ventanal. Pantaloncito verde mostraba sólo el torso. Y ocultaba sus finas piernas creyendo Pierrot que su cuerpo remataba en cola de pez. Una vez el joven poeta se cruzó en la calle con su sirena. Y descubrió que enfundaba la mitad de su cuerpo en un pantalón verde esmeralda. Que es el color que torna el mar cuando Eolo arrastra a sus vientos al combate. Planeó Pierrot raptar a su sirena sin conocerla. Y sin saber siquiera cual era su nombre real. Intentando repetir lo que hizo Hedes con Perséfone ante los ojos de sus ninfas. Pero Pantalocito verde desapareció un día de la ciudad. Y se instaló en tierras del Rey Jaime. Que son las misma que las de Pirene, la princesa de los bebricios amada por Heracles. Con el transcurrir del tiempo, aquella lágrima abandonó la mejilla de Pierrot. Convirtiéndose en un pequeño cristal con el que consolaba su pena. Tal como hace el poeta cuando deja sus dedos en la lira. O como el doliente cuando ahoga en sueños su tristeza. Una mañana su impulso le empujó a viajar a tierras del Rey Jaime en busca de su amada. Y lo hizo en tren cruzando bosques de sauces, pinos y carrascas. Olivares y almendreras. Ríos caudalosos. Y viejos puentes de hierro. Eriales cuarteados. Y estepas de tierra blanca. Pero no la halló porque Pantaloncito se había marchado a tierras del Rey Carlos. Que no están registradas en la mitología. Y desde las que en invierno se divisan nitidamente las nieves de montaña. En un soto distanciado del mar, rodeado de marañas de madreselvas, robledales de rebollo y un viejo madroño. Que es el árbol que nació de la sangre de Gerión cuando Heracles le atravesó con una flecha envenenada. Allá en la isla de Erytheia, circundada por playas de arenas doradas. Y en la que anidan gaviotas, charranes y limícolas. Era entonces Pantaloncito una mujer prohibida pero igual de bella que cuando asomaba a su ventana. Y rebosaba de felicidad entregada en pasión a un amor cerrado. Pierrot no superó el desencanto. Y adoptó el viejo madroño como refugio de sus lamentos. Esperando bajo su frondosa copa a que Pantaloncito acudiera alguna vez a recoger sus frutos sin hueso. Para sumarse a las siete Pléyades en un viaje luminoso a La Atlántida. En el confín donde Gerión pastoreaba a sus bueyes.

Pasaron los años. Y un día se encontró Pierrot con Pantaloncito bajo una aúrea de estrellas en tierras del Rey Fernado. Cruzaron sus miradas sobre el albero. Y ella intentó recordar lo que jamás había    sucedido. Hablándole Pierrot de aquel mar que los vientos configuran en azul. O en verde, según el origen de sus rachas. Que es el mismo que domina Eolo, hijo de Hípoto. Y rey de los truenos. Siempre allá en la isla de Erytheia, la de las playas de arenas doradas. Y en cuyas dunas crecen retamas, juncos y tarajes. Junto a la tierra roja donde Héracles robó los bueyes de Gerión. Y en donde por primera vez sonó la música de La Atlántida. Pantaloncito era ahora una mujer libre. Que respondía al nombre de Carmen. Como la reina marinera de los pescadores de Bonanza. Y como el jardín granadino que aflora bajo el Generalife con música de Falla. No era la heroina gitana de Merimée, pero sí una sirena varada. A la que Pierrot intentó ofrecerle su lágrima de cristal, pero el dolor de aquella mujer no era de melancolía. Ni de despecho. Llevaba dentro desconfianza. Y Pierrot trató de echar mano de su lira para obtener la sonrisa deseada. Pero fracasó. Quiso invertir la mitología pretendiendo que esta vez fuera Perséfone quien secuestrara a Hedes. Y fracasó también. No dándose por vencido, espero a momentos mejores para acudir a sus puertas. Sabedor de que Carmen se había amurallado hasta enladrillar sus sentimientos. Emulando a La Sirenita cuando le pide al Báltico que dificulte con sus olas el paso de los turistas que la abruman. Pierrot se había convertido para entonces en un exitoso escritor de novelas mitológicas que respondía al nombre de Nereo. En una escapada a los Toros de Guisando para recrearlos como bueyes de Gerión, el escritor creyó ver a Carmen entre un grupo de visitantes. Y se precipitó a comprobarlo. Era ella. Y estaba preciosa. Lucía una coqueta blusa blanca con escote sobre pantalón negro. Que Nereo ciego de amor creyó verde esmeralda. Como el de aquellos pantaloncitos que escondía tras el ventanal mientras oteaba el horizonte marino. Cola de pez imaginaria para una sirena llamada a ser reina de todas las oceánides. Pero ahora junto a cuatro toros de piedra testigos cómplices de un encuentro en una tarde calurosa de verano. Tierra vetona, pero también del rey Juan. De gargantas, arroyos y veneros. Pinos resineros y castaños. Jaras, romero y campanillas. Donde anida el águila imperial y se columpian los capuchinos. Lejos de la música de La Atlántida. Y donde por primera vez Pierrot palpó la delicadeza de aquellas manos.

Carmen le pidió a Nereo que le mostrara las tierras del Rey Alfonso. Y que la llevara desde los campos de albariza a la isla de Erytheia. Para que le explicara por qué Heracles le robó los bueyes a Gerión. Pero éste le contó una historia de amor mitológica sobre arenas doradas. Con nereidas dirigiendo la música del mar. Y Eolo midiendo las fuerzas de los vientos. Para que el mar azul fuera pausadamente tornando en verde esmeralda. Color de una adolescencia entre golosinas de coco y ambrosías de almendra. Fruta escarchada y dátiles de Berbería. Gaviotas y cormoranes. Y cantos de hespérides escoltadas por risueños delfines. Como aquellos que Poseidón les envió a Anfítrite para persuadirla en amores. Nereo y Carmen  juntaron sus cuerpos en aquellas arenas doradas de Erytheia. Y copularon felicidad a la puesta de sol protegidos por el manto de Eolo. Permaneciendo abrazados en profundo sueño bajo la luz de las siete Pléyades. Pero al amanecer Pierrot observó que Carmen ya no estaba. Pensó que Hedes la había raptado. E incluso que Heracles la había hecho prisionera para entregársela como esclava a su amada Pirene. Pero Pantaloncito verde había huído llevándose consigo la lágrima de cristal. Y sobre Pierrot regresó la pena. Comenzando desesperadamente su búsqueda. Primero en tierras del rey Alfonso. Después en las del Rey Jaime. También en las de Juan y Fernando. Hasta que la encontró en las del Rey Carlos junto al viejo madroño de aquel soto distanciado del mar. Entre marañas de madreselvas y robledales de rebollo. Sosteniendo en su mano derecha el cristal que Pierrot había apretado durante tanto tiempo para contener la melancolía. Y le rogó que la dejara en soledad. Porque así era ella. Y porque aquel ventanal fue siempre una excusa para escapar hacia la libertad. Que fue la que después le truncó su destino. Y la introdujo en los mares del miedo. Que no son azules ni verdes, sino negros. Como los carneros que sacrificaba Hedes. Esposo de Perséfone. Y dios de los infiernos. Carmen se despidió de Pierrot pidiéndole conservar aquella lágrima como recuerdo de un día hermoso. Y cuando llegó la noche, ambos tomaron caminos diferentes. No sin antes prometerle volver a sus brazos superados sus temores. Desde entonces Pierrot acude cada día bajo aquella ventana desde la que Carmen oteaba el horizonte marino. Y pasea en solitario por las arenas doradas que circundan Erytheia. Confiado en que pronto llegará su amada. Porque le ha dicho Eolo que si es por vientos él los cambia a su antojo. Mientras tanto el azul del mar se va tornando en verde esmeralda. Y las nereidas ensayan sus cantos para recibirla con La Atlántida.