Seda ilustrada (1)

La Plaza de Candelaria es uno de los jardines más hermosos de Cádiz. Su configuración actual se debe al ensanche de una pequeña plaza anterior que se encontraba frente a un convento de monjas agustinas que fue demolido tras la desamortización de Mendizábal. Fue inaugurada como plaza de Avieno. El poeta de la Ora Maritima. Pero duró poco con ese nombre. Tan sólo el tiempo en que presidió el ayuntamiento constitucional de Cádiz el anarquista Fermín Salvoechea. Ajardinada años después con palmeras y bungavillas colgantes, recuerda con una estatua en el centro a Emilio Castelar, el que fuera presidente del poder ejecutivo de la I República. Puesto que nació en el número 1. En una calle llamada originariamente Juan Enríquez de Valenzuela (después Don Carlos). Y que hoy forma parte de la plaza. Residió en el Siglo XVIII un ilustrado miembro de la burguesía local llamado Sebastián Martínez. Cuya familia (de origen riojano) había hecho fortuna en la Carrera de Indias. Sebastián Martínez era amigo de Goya. Y en 1792 posó en Madrid para el pintor aragonés. Que hizo de él un magnífico retrato que actualmente se exhibe en el Museo Metropolitano de Nueva York. Confieso que Sebastián Martínez es un personaje que desde hace años me tiene atrapado. En su tiempo era ya citado como uno de los mayores coleccionistas de arte de la España pre napoleónica. Pero también como el amigo que acogió a Goya en su casa gaditana en 1793 aquejado de plumbosis (o saturnismo). Enfermedad que ya habían padecido Caravaggio y Van Gogh. Que le provocó la sordera a Beethoven. Y que Goya sufría por ingesta del plomo que desprendía el albayalde con el que mezclaba sus pinturas. El pintor pasó unos meses en cama rozando la gravedad. Pero bajo el cuidado de la familia Martínez. Y atendido por uno de los médicos-cirujanos más prestigiosos del momento. El barcelonés Francisco Canivell, vicedirector de Real Colegio de Cirugía de la Armada. Y preclaro referente de la medicina en la España de la Ilustración. Pues no en vano frecuentaba en Cádiz la Asamblea Amistosa-Literaria que cada jueves Jorge Juan reunía en su domicilio. Y era reclamado constantemente en sus servicios dentro y fuera del país. Como fue el caso del sultán Mohamed III, el primer gobernante que reconoció la independencia de Estados Unidos. Quien le mandó llamar a su recién estrenado palacio real de Rabat para que interviniera a su hermano de cataratas.

He elegido Candelaria para detenerme ante la casa en la que convaleció Goya de los de la enfermedad que a la postre provocó su sordera. Si no yerro, aquella casa ocupaba el número 69 (antiguo) de la extinta calle de Juan Enríquez de Valenzuela, hoy el 12 de la plaza de Candelaria, si bien algunos ratones de biblioteca refutan el dato señalando otro edificio próximo el Palacio de Aduana por ser el que reflejaba el comerciante en su testamento, antes de la familia Errecarte. La mansión de Candelaria debió ser de origen barroco, como casi todas las casas unifamiliares que se levantaron en el siglo XVIII en Cádiz al calor de la carrera de Indias. Y que albergaban indistintamente bajo el mismo techo el escritorio mercantil y las dependencias privadas de sus propietarios. La mayoría, mercaderes, armadores o experimentados pilotos navales. Pero a nuestros días el edificio ha llegado con fachada isabelina. Y reformado ya por pisos, con el detalle añadido de hoy da cobijo en su planta baja al Café Royalty, neo romántico. En Cádiz son escasos los edificios barrocos que se conservan en origen porque los academicistas impusieron una ciudad neoclásica por recomendación real. Pero en esa Plaza de Candelaria existen algunas casas que sobrevivieron a la normativa, aunque lo realmente importante es que tanto unas como otras hacen de ese lugar gaditano un espacio histórico de gran calado. A la casa de Emilio Castelar hay que sumar en esta plaza de Candelaria la de Segismundo Moret, que también nació aquí. Y la del prócer chileno Bernardo O’Higgins, en cuyo solar se levantó a finales del XIX un edificio isabelino. Que primero fue un banco y después una casa de acogida. Cádiz perdió en 1790 la Casa de Contratación después de 73 años de exclusividad en el comercio colonial. Para convertirse en juzgado de arribada como el resto de los puertos españoles. Es a partir de ese momento cuando inicia su decadencia la ciudad, pese a que veinte años después el sitio francés (y la alianza con Inglaterra) le devuelve cierto protagonismo nacional por ser el único territorio que no controlaba Napoleón. En este último contexto, se refugian en la ciudad las Cortes y se promulga la primera Constitución. Que el año próximo celebrará su bicentenario. Martínez llegó a Cádiz con sus padres en 1747 cuando contaba 13 años. Y a los 27 casaba con María Felipa Errecarte y Odobraque -Oddo Braque, según otros-, gaditana de nacimiento, pero integrante de una familia vizcaina de prósperos comerciantes, propietaria de la Casa Errecarte del Río, que operaba en el triángulo Londres-Cádiz-México. Murió Felipa -hija única de Joseph Tomas de Errecarte- a los seis años del matrimonio, pero le dio a Martínez tres hijas, una de ellas fallecida en la adolescencia. La diversidad de la ciudad, conformada por colonias extranjeras y peninsulares que vivían del comercio con Europa y Ultramar, contribuyó sobremanera a que por sus calles corrieran de forma temprana los primeros aires de la Ilustración. Pero se trataba de una minoría culta, que adoptó maneras afrancesadas e incorporó a los escritorios de sus viviendas selectas bibliotecas. Martínez fue uno de ellos, con la particularidad de que su afición al coleccionismo -y gracias a su fortuna- permitió que se rodeara de cerca de 300 obras de arte catalogadas que colgó en los salones de su casa junto a preciados hallazgo arqueológicos.

De su pinacoteca han escrito el abate Ponz, De la Cruz Bahamonde, (primer conde de Maule), Ramón Solis, María Pemán Medina y Blanco Osborne, entre otros. Poseía obras de Zurbarán, Tiziano, Leonardo, Ribera y Luca Giordano. Y por un inventario posterior, se ha sabido que el cuadro de Santa Rufina (de Velázquez) adquirido hace unos años por la Fundación Focus-Abengoa de Sevilla formó parte de la colección gaditana de este mercader tras comprarlo a la Casa de Alba. Quien sabe si por mediación de Goya. Que en aquellos tiempos frecuentaba a la duquesa Cayetana de Silva. Y que además del retrato le facilitó a Martínez tres de sus caprichos. Martínez posa vestido con frac entallado de seda (y cruzado de piernas) en el retrato que se expone en el Museo Metropolitano de Nueva York. Hay una similitud en su mirada con la que expresa George Washington en el retrato de Gilbert Stuart que ilustra  los billetes de un dólar. Y también con otro cuadro de cuerpo entero de este mismo presidente (obra del italiano Giuseppe de Perovani) que se encuentra en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Goya pinta a Martínez a la moda incroyable. Exclusiva de las clases pudientes europeas del XVIII. Con gustos que situarían a su personaje en un salón de Bristol. De Boston. O de Paris. Y es que Sebastián Martínez combinó sus negocios ultramarinos con la exportación de vinos de Jerez a Inglaterra. Casó a su hija con miembros de la burquesía de la época, como fue el caso de Catalina con el comerciante y consignatario de buques Francisco Viola. O de Josefa con el ingeniero de Marina y jefe de Escuadra Fernando Casado de Torres. Y era tan talentoso para los negocios como de gustos exquisitos en sus hábitos y costumbres. Murió en 1800 en Murcia en la casa que poseía su hija Josefa y Casado de Torres. Y después de habrse mudaddo de Cádiz a Madrid tras ser ser llamado  por Carlos IV para que formara parte del Real Consejo de Hacienda. Dejó su colección en manos de sus yernos -Viola liquidó pronto su lote y Casado lo retuvo-, mientras que el negocio del vino fue heredado por un sobrino riojano hijo de su hermana María. Sopla Levante moderado en Cádiz. Pero en la Plaza de Candelaria apenas cimbran sus palmeras. En la inmediata calle Sacramento el murmullo ciudadano retumba en eco. La casa de Martínez pasa inadvertida entre el caserío. Ningún reclamo advierte que allí estuvo depositada un tiempo una de las colecciones más fabulosas de pintura de la España ilustrada. Ni que en una de sus estancias guardó cama Goya bajo prescripción del doctor Canivell. En ciudades de abundante historia como Cádiz algunos sucesos se quedan en anécdotas. O se los lleva el viento. Voltaire incluyó a la ciudad en Cándido, pero nada aquí lo recuerda. Lo mismo ocurre con Byron, que piropeó con delicadeza a la mujer gaditana cuando viajó por Andalucía. Mi obsesión por Martínez frente a la que fue su casa me trae al recuerdo otro cuadro del pintor aragonés expuesto en el Louvre que representa a una mujer con abanico. Hay expertos que dicen que se trata Catalina Martínez de Errecarte, hija del comerciante gaditano. Y otros que corresponde a la nuera del pintor, Gurmesinda Goicoechea, esposa de Francisco Javier de Goya, único hijo del pintor que llegó a edad adulta. La identidad está en el aire. Como el aire fue el que se llevó de Cádiz las preciadas pinturas que Martínez reunió en vida. Y como también es el aire el que ocupa el hueco de la historia cuando se nada en abundancia. Hoy he hecho una breve visita a la seda ilustrada. Pero durante el tiempo que he empleado frente a la casa una mujer me ha estado observando desde un balcón con desconfiada intriga. Sopla Levante moderando en Cádiz.

(Continúa)