El último trago

Hoy he hecho el primer regalo de Navidad. Cosa sencilla, pero seguro que va a gustar. Han sido unas trufas de chocolate amargo que compré el otro día en Beatriz, una popular tienda de dulces ubicada en la calle Estafeta de Pamplona. Y que son elaboradas de manera tradicional por una artesana de Leiza, municipio del valle navarro de Leizarán. También he recibido yo un regalo estos días. Procede de una persona cercana que sabe elegir. Y que me ha sorprendido con un magnífico cedé de canciones mexicanas aflamencadas. Así que he empezado la jornada feliz porque he sustituido la radio por Diego El Gigala, Sorderita y Enrique Heredia El Negri. Que cantan por tangos, rumbas y bulerías canciones emblemáticas de José Alfredo Jiménez, Agustín Lara y Vicente Fernández, entre otros. No sólo es una idea interesante esto de mestizar la canción mexicana con el flamenco sino también el doble fin que persigue el cedé México Flamenco, que es como se llama. Primero que guste. Y después que los ingresos que se obtengan por la venta vayan destinados a gente verdaderamente necesitada. En este caso dos oenegés, Ternikalo XXI (que ayuda a jóvenes gitanos del Barrio de La Mina de Barcelona) y Jóvenes Orquestas de Cuautepec, que hace lo mismo en esta demarcación de México DF con niños que aspiran a ser músicos. Madrid ha amanecido gris, como ayer. Y ya es casualidad que este color sea el que acompañe a las solemnidades parlamentarias que se están desarrollando estos días en el Congreso. Y en el Senado. Espero que pronto regrese el sol. Y nos olvidemos por unos días de Urdangarín. De su corrupta conducta. Y de Amaiur, que para mayor morbo algunos periódicos (y emisoras) nos retraen a cuando su portavoz, el diputado guipuzcoano (y ex alcalde de Usúrbil) Xabier Mikel Errekondo, era compañero de Urdangarín en la Selección Nacional de Balonmano. En este país -ya sea en serio o con gansadas- nos gusta meter el dedo en la llaga. Y hacer leña del árbol caído. La monarquía pasa actualmente un mal trago. Y la gente llana se hace empanadas -o bolas, que dirían en México– con la Borbón que participa en un reality televisivo. Un rey con gafas tipo Caiga quien Caiga. Un Urdangarín que forma alineación con Julián Muñoz, la Pantoja, Correa, Camps, El Bigotes y alguno más que tarde o temprano también caerá. Más una Letizia Ortiz que los acontecimientos la precipitan como la más fortalecida del clan familiar. Junto a su esposo, claro está. Pero como creo que la monarquía ha hecho un buen trabajo en este país. Y confío en que seguirá haciéndolo cuando salga de ésta. Me he ido esta mañana a la Fundación Carlos de Amberes a visitar la exposición La Orden del Toisón de Oro y sus soberanos. Que hace un recorrido sobre la historia de este collar desde que lo creara en Brujas en 1430 (como distinción solemne) Felipe el Bueno, duque de Borgoña, a sabiendas de que representa una orden de origen caballeresco que manejan muy personalmente los reyes españoles. Cuyo collar sólo tiene valor en vida. Y además debe ser devuelto por los deudos de quien ha sido su merecedor.

El origen del toisón está unido a la leyenda troyana del vellocino de oro que recuperan Jasón y sus argonautas con la ayuda de Medea. Y que la Iglesia muy pronto se llevó a su terreno asociándola a la victoria bíblica de Gedeón contra los madianitas. La orden pasó a Carlos V como parte de la herencia que le proporcionaba el ducado de Borgoña. Y desde entonces -salvo una escisión austriaca que camina por su cuenta desde la Guerra de Sucesión– ha estado asociada a la Corona española. Pero fundamentalmente es la historia de nuestra monarquía, con sus luces y sus sombras. Y también la de nuestro país, con sus éxitos y sus fracasos. José Luis Barbería es un extraordinario periodista del El País. Y también un excelente amigo desde tiempos tan lejanos como difíciles. Publicó hace unos días un magnífico reportaje titulado No usarás la Corona en tu provecho. En el que repasa la situación que atraviesa la monarquía española. Cuenta que el pensador (y ex ministro) Jorge Semprún pidió ser envuelto a su muerte en la bandera republicana. Pero dejó dicho al mismo tiempo que no se trataba de una toma de posición política porque la monarquía parlamentaria en España es hoy por hoy el mejor sistema posible para garantizar la democracia. Yo no sólo estoy de acuerdo, sino que asumo una a una sus palabras. Sería injusto que un periodista de la transición como el que suscribe hiciera hoy aquí una proclamación de fe republicana. La República la entiendo más como como un modelo de conducta que como un sistema politico de basamento legal. Y con esta convicción voy a seguir transitando por este mundo. Pero con la seguridad también de que la monarquía remontará el suspenso que le dan ahora las encuestas. Para lo que creo no habrá que esperar mucho. Porque en cuanto abra el pico Cayo Lara en el Congreso cabalgaremos a galope desde las cuatro esquinas para hacer piña con el rey Juan Carlos. Con el príncipe de Asturias. Y hasta con Felipe Juan Froilan si fuera necesario. Las Cortes de Cádiz decidieron la separación de poderes en España. Podrían habernos proporcionado una república de corte revolucionario francés. O federativa como la de los Estados Unidos de América. Pero se cometió el error de redactarla invocando a Fernando VII. Que años después la abolió mandando matar a quienes permanecieron juramentados a ella. En esas cortes fue investido duque de Ciudad Rodrigo y vizconde de Talavera, con Grandeza de España, un militar inglés que supuestamente vino a España a ayudar a la guerrilla popular para expulsar de nuestro suelo a los franceses. Me refiero a Arthur Wellesley, años después duque de Wellington. Por si no fueran poco esos títulos, recibió también el toisón -que nunca devolvió- y un sinfín de tierras y propiedades en Granada, parte de las cuales todavía disfrutan sus descendientes. Puede que Wellesley fuera un exitoso estratega militar, pero no más digno que Castaños, ni más valiente que El Empecinado o más atrevido que Isidre Lluçà i Casanoves, el ninot timbaler del Bruc. Ninguno de estos tres recibieron el collar.

En el Siglo XIX fueron dos los reyes que pusieron el toisón a la altura del zapato. Carlos IV y su hijo Fernando, grandes inútiles ambos. Carlos despachaba los toisones por medias docenas, como ocurrió con la partida de la que se beneficiaron Napoleón Bonaparte, su hermano José, el otro hermano Luis y sus cuñados Joaquín Murat y Camilo Borghese, además de su sobrino Eugenio de Beauharnais. Cuando Fernando VII regresó del exilio en 1814, anuló la mayoría de los concesiones hechas por su padre. Que había incluido también a la corsa Letizia Remolino, madre de los Bonaparte. Después se vio obligado a hacer una criba en su propia familia separando de la orden a todos los príncipes e infantes que se tornaron carlistas. Pese a ello, el Toisón de Oro fue evolucionando a la vez que lo hacía España, acercándose más a una condecoración civil que a un regalo de reyes. Fue suprimido durante las dos Repúblicas. Y formó parte del equipaje que Alfonso XIII se llevó al exilio. Durante el franquismo fue administrado desde Estoril por el Conde Barcelona. Y desde 1977 el jefe (y soberano) es el rey Juan Carlos, que moderniza la orden. Concediéndo su collar a personalidades relevantes como Adolfo Suárez y Javier Solana Madariaga. O José María Pemán y Víctor García de la Concha. La muestra de la Fundación Carlos de Amberes exibe una colección de retratos al óleo (y procedentes de diferentes pinacotecas) de algunos de los maestres de la orden, entre los que destacan Carlos V (Lucas Cranach el Viejo), Felipe II (Sofonisma Anguissola), Felipe IV (Velázquez) y Carlos III (Goya). Todos posan con el Toisón de Oro. Como también lo hace Wellesley en esta misma exposición. El suyo es un retrato del inglés George Dawe. Y no el de Goya que se encuentra en la National Gallery. Que apenas ha salido de Londres después del susto que se llevaron sus conservadores cuando fue robado en 1961 por un taxista que lo devolvió a los cuatro años tras disfrutarlo todo ese tiempo. Poca gente sabe que este óleo nació ya accidentado. Porque el arrogante de Wellesley -que se creía un rey por los empalagosos títulos y prebendas que le dieron tan generosamente en Cádiz-, se presentó en 1812 en el taller madrileño de Goya para que lo retratara. Cuenta Mesoneros Romanos que cuando el pintor aragonés le mostró el boceto a lápiz que al instante le hizo, Wellesley lo recibió con desprecios e insultos. Y entonces el de Fuentedetodos echó mano a sus pistolas frente a un Wesllesley al que no le dio tiempo desenvainar el sable. Lo que pudo terminar en desgracia lo arreglo de palabra el hijo de Goya (Javier) allí presente. Y Wellington pudo salir de aquel taller salvo (y entero), lo que le permitió seguir ganando batallas y sumar más condecoraciones en su haber. Son las nueve de la noche. Y llama a la puerta mi amiga Elena Etxegoyen, antigua senadora por Guipúzcoa. Que anda por Madrid y viene a recogerme para tomar unos vinos por Los Austrias. Este mestizaje de Urdangarín, Wellesley y el toisón me ha tenido entretenido toda la tarde en casa. Sólo le puedo ofrecer a Elena unas trufas de chocolate amargo que separé del lote que me traje de Pamplona. Mientras el cedé nos ofrece El último trago de José Alfredo Jiménez en la voz compartida de El Cigala, Enrique Heredia El Negri y el salsero Oscar de León. Nada me han enseñado los años,/ siempre caigo en los mismos errores./ Otra vez a brindar con extraños/y a llorar por los mismo dolores.