Deriva catalana

Me preocupa la deriva independentista que ha tomando Cataluña. Porque no se sustenta en cimientos radicales, sino que tiene el apoyo de un amplio sustrato de su burguesía territorial. Cualquier contrarreación ciega de ojos no es buena, así que lo que está ocurriendo invita a una reflexión serena. Convencido estoy de que la mayoría de los catalanes no quieren una separación drástica de España, pero la política es el mejor antídoto para resolver cuestiones tan difíciles como ésta. Así que espero (y deseo) que impere el sentido común y que los ojos, tanto de un lado como de otro, se abran, observen y reconduzcan sus respectivos caminos por el bien de todos. Entre otras cosas, porque atravesamos momentos muy difíciles que exigen el mejor y más consecuente ejercicio de la responsabilidad. El federalismo no lo acaban de inventar los socialistas -por cierto, muy divididos en Cataluña por esta deriva-, sino que se trata de una fórmula que está presente en la sociedad española desde la I República. Ya defendía esta manera de sentirse dentro de España el que fuera su segundo presidente, Fancisco Pí y Margall. Que fue un político íntegro, pese a que aquella primera aventura sin reyes ni cortesanos terminara en fracaso. Cuando la burguesía de este país -cualquiera que sea su planteamiento- da un paso al frente, hay que tomárselo en serio. Los burgueses, con un almirante inconforme como Topete y un general curtido e inquieto como Prim, fueron los que impulsaron la Revolución de 1868, que envió al destierro a Isabel II desde una fragata fondeada en la bahía de Cádiz. Y Franco no hubiera estado tanto tiempo en el poder sino es porque le secundó la burguesía española -catalana y vasca inclusive-, pese al miedo que imponen los sables cuando toman el poder. También fue la burguesía la que protagonizó la transición. Y la que redactó la Constitución, con el voto catalán y la abstención vasca. Pero ante todo debemos de tener en cuenta que, desde el nefasto reinado de Fernando VII -origen de todos los males que arrastramos-, los españoles nos encontramos repartidos en dos bandos. E incluso en un tercero, de muy variada composición. Y en el que concurre también un selecto club de variopintos burgueses: los nacionalista vascos y catalanes (a la cabeza), un sector significativo de las élites que históricamente han jaleado el movimiento obrero y quienes desde posiciones cómodas nunca han estado conformes por ser minorías incapaces de contar con el apoyo suficiente que les permitiría una mínima legitimidad para hacer valer con razón su voces. Intentar desacreditar el Congreso de los Diputados acosando con un cerco a los representantes legítimos de los españoles me parece igualmente una barbaridad, porque puede caer mejor o peor cualquiera de las señorías que allí detentan escaños, pero por encima de las personas existe la democracia, nos guste más o nos guste menos. Y cualquier ataque a ese estamento rector de la vida parlamentaria de este país es toda una agresión a la soberanía nacional. Que ya las Cortes de Cádiz, tan celebradas ahora por su bicentenario, se encargaron en 1812 de dejar muy claro que reside el pueblo.

Recientemente recorrí el norte de Alemania intentado crecer en mi pensamiento, que es como me planteo mis viajes por la vieja Europa. Estuve en Hamburgo, Bremen y Dübeck, que fueron otrora ciudades hanseáticas. Llamémoslas independientes, porque tenían su autogobierno y administraban sus propios recursos económicos. Cuando en el ocaso de la I República surgió el fenómeno cantonal, Fermín Salvochea, lider libertario que desarrolló esta brevísima experiencia en Cádiz, recurrió al espíritu libre de las ciudades hanseáticas para implantar su malogrado proyecto. Que no llegó a puerto porque el general Pavía se encargó de interrumpirlo. Pero que tampoco hubiera llegado a ningún lado porque las ideas anarquistas no casan con los sentimientos burgueses. Y las ciudades hanseáticas eran eminentemente burguesas. Pero en Barcelona no son las banderas rojas las que cuelgan hoy de sus barrios, ya sean distinguidos o no. Más que la tradicional senyera tan apegada al canto del Els Segadors, las que lucen desplegadas por las fachadas de los edificios de Barcelona y otras ciudades son las esteladas, indistintamente con fondo azul o gualda en su triangulo anterior. La estelada es un bandera de combate que nació en entresiglos aireada por independentistas catalanes residentes en Cuba. Y pese a que hay quienes intentan ahora comparar erróneamente el proyecto de Más con el que dirigió Ibarretxe, lo que sucede en Cataluña me recuerda más a la independencia de Cuba que a cualquier otro desafío intentado en España desde el separatismo en los últimos tiempos. Estrellas me gustan en el firmamento, que es su lugar. Que yo sepa ningún estado de la Europa comunitaria lleva incluida una estrella en su enseña nacional porque la libertad es más causa común que individual en el viejo continente. Y porque nadie quiere independizarse de Europa. Estrellas lucen en las banderas de los Estados Unidos y de la Comunidad de Madrid. En la primera porque cada una de ellas representa a sus estados federados. Y en la segunda porque fue una modernidad de su inventor, el crítico de arte  Santiago Amón. Las esteladas de Cuba y Puerto Rico son símbolos de resistencia. Como otras banderas llevan el gorro frigio por ser símbolo de su fundamento republicano. El azul, para quién no los sepa, representa el firmamento y, por ende, a la humanidad. Y la estrella de cinco puntas, que también las incluye el Reino de Marruecos y la República Popular China, se asocia a la expresión de libertad del ser humano. El fondo gualda que en algunas de las cuatribarradas sustituye al azul es el distintivo de una determinada clase social catalana, la socialista de inspiración separatista. Más propia de Ezquerra Republicana que de otros grupos izquierdistas, porque el Partido Socialista nunca han estado en ese sentimiento, aunque algunos de sus dirigentes intenten ahora aproximarse a la aventura que se gesta para no perder el tren de la historia.

Como no soy nacionalista, aunque tampoco ciego, confieso que mi modelo de estado es el alemán. Y sería muy triste que por no sentarse unos y otros a discutir en una mesa nos encontremos en breve con satélites dentro de España tipo Ucrania. Bielorrusia. O Georgia. Aunque parece que Más apunta alto y ya empieza a decir que Cataluña es mejor que Dinamarca, Holanda y Suiza. Y puede que lo sea, pero no en mantequilla, en quesos y en chocolates. Broma aparte, esta reflexión sobre la deriva catalana me la hacía días pasados mientras navegaba en la barcaza Harmonie, que cubre la línea entre el embarcadero de St. Pauli-Laudungbrüchen y Finkenwerder, dentro del puerto de Hamburgo. En un impresionante paisaje nocturno de luces que se proyectan en serie sobre las aguas del río Elba. Y entre sirenas de buques mercantes que reclaman al práctico para emprender sus maniobras de atraque. Con el sonoro movimiento de gigantescas gruas que portan al aire bloques de contenedores que van de las bodegas a los muelles. O viceversa. El puerto de Hamburgo es el segundo más importante de Europa tras el de Roterdam. Y de los 120 kilómetros que separan esta ciudad alemana del Mar del Norte, 87 ocupan instalaciones portuarias, incluidas sus riberas de atraque y sus grandes diques y astilleros. Ese conjunto representa libertad. Como también lo representa el puerto de Barcelona. Porque la libertad no sería nada sin la prosperidad. Y esta se alcanza sumando, nunca restando. Las estrellas en el puerto de Hamburgo están en el firmamento. Que es su sitio. Y la libertad está en las personas, que son la que construyen cada día, desde su diversidad, un país de entrañas federales pero que para el resto de los europeos se precia como una única Alemania. No sé lo que va a pasar en Cataluña, pero no me gusta su deriva. Tampoco el populismo. Y menos las comparaciones porque pueden ser recibidas como ofensa. Dinamarca. Holanda. Y Suiza. Los políticos de hoy día no son los de la transición. Y el rey de entonces tampoco es el de ahora. Pienso que hemos llegado a un momento en España que tenemos que empezar a plantearnos una revisión de nuestro reciente pasado. Pero para eso no hay que recurrir a fórmulas ya experimentadas como aquella transición que nos dió paz y felicidad durante un tiempo. Aquello sirvió para su momento. Y hoy España necesita ensayar un modelo distinto y duradero para evitar vacíos que facilmente pueden ser manipulados por la demagogia. Dudo que la imaginación, y la letra constitucional que ello necesita, la encontremos en la actual clase política, incluida la que lidera Más. Tampoco en grandes pensadores porque no los hay. Ni tampoco en los periódicos, que han perdido influencia social. Y se están desprendiendo de sus mejores firmas para cubrir sus redacciones con jóvenes becarios que solamente saben de nuestro reciente pasado por los guiones fresas de series tipo Cuéntame como pasó. Hoy cumple 80 años Adolfo Suárez, el gran conductor de la transición española. Desgraciadamente vegeta en una enfermedad que le impide razonar. E incluso recordar a sus seres más queridos. Nos llevaríamos una ingrata sorpresa si le preguntasen a las nuevas generaciones quién fue aquel hombre. La basura televisiva no sólo nos ha instalado en el morbo o en la complicidad del impune asalto a la intimidad, sino en la triste amnesia de no saber distinguir el pasado del paso del tiempo. O lo añoso de la sabiduría de los años. Mirar hacia atrás para aprender es hoy arcaico. E incluso provecto. España babea con Rosa Benito. Goza del trapo sucio. Y encuentra diversión en los desacreditados personajes que acuden a los platós atraídos por el talón podrido. Mientras tanto, la barcaza Harmonie une como rutina las dos riberas del puerto de Hamburgo. Sobre un cielo de estrellas que suman. Que ya de por sí es una circunstancia envidiable. Y probablemente con sus estibadores sorprendidos del vodevil en que se ha convertido España. Ayer de tomatina en Valencia. Hoy en la deriva independentista. Y mañana en otras ferias, verbenas y fiestas.  Buscadme si me os pierdo, en el yermo de la historia,/ que es enfermedad la vida/ y muero viviendo enfermo (Del poema Me destierro a la memoria, Miguel de Unamuno).