Lichfield es una tranquila ciudad del condado de Staffordshire, en el interior de Inglaterra. Está cerca de Birminghan, de la que dista apenas 25 kilómetros por carretera. En Lichfield predomina la arquitectura georgiana, si bien cuenta con una impresionante catedral medieval de tres agujas. La única de esas características (y de ese tiempo) de toda Inglaterra. Ha sido un importante centro religioso desde el Siglo VII, por lo que fue objeto de guerras. Y disputas. Pero desde hace siglos es un lugar tranquilo. Los originarios de Lichfield han crecido en los verdes prados de Beacon Park. Y, como en cualquier jardín inglés de este tipo, existe una estatua levantada en honor de un rey de Inglaterra. Bacon Park reconoce en piedra de Portland (y desde 1908) al rey Eduardo VII. Que era hijo de la Reina Victoria. Y que no sólo ha pasado a la historia como soberano británico sino como el Príncipe de Gales que más ha esperado para acceder al trono. 59 años. Sin embargo, Eduardo VII reinó solo nueve porque murió como consecuencia del tabaco. Pero durante ese tiempo modernizó la flota de su país. Y restituyó el poder naval del Reino Unido en el mundo. Compañero del rey en Beacon Park es el capitán Edward J. Smith. Que no sé qué tiene que ver con Lichfield. Porque nació en Hanley, al norte del condado. Smith fue el capitán del Titanic. Y era contemporáneo del rey Eduardo VII. Está allí representado en bronce (y sobre un pedestal de piedra de Cornualles) desde 1904. Un año después de perecer en el hundimiento del trasatlántico. Lo cierto es que ambos han llegado a Beacon Park por iniciativa popular. Pero por separado, aunque el destino ha hecho posible que Smith comparta parque con un rey de Inglaterra. Cuando se lo tragaron las aguas al sur de la costa de Terranova -en un naufragio que provocó 1.517 muertos-, los supervivientes hicieron de él leyenda. De Smith se asegura que se descerrajó un tiro en la cabeza cuando las aguas llegaron al puente de mando. Sin embargo, también se ha dicho que lo vieron nadando ya hundido el buque. En un primer momento intentando salvar a una niña. Y en otro dando aliento a los demás naúfragos al grito de “Sed británicos, sed valientes“. Lo cierto es que Smith no abandonó antes de tiempo el barco. Y si lo hizo fue el último, poco después de que lo hicieran los ocho componentes de la Wallace Hartley Band. Los músicos británicos del Titanic (todos ahogados), pero hoy día reconocidos junto a Smith como héroes de aquella tragedia.
Es Meta di Sorrento una localidad marítima (y estación vacacional) de la provincia de Nápoles. También un lugar tradicionalmente habitado por hombres de mar. En sus alrededores reside el capitán Francesco Schettino, la persona en estos momentos más odiada de Italia. Schettino es el capitán del Costa Concordia, el trasatlántico que se hundió el pasado 13 de enero tras encallar junto a la isla del Giglio, situada en el mar Tirreno. Y frente a la costa de Toscana. Sobre Schettino recae a día de hoy toda la responsabilidad sobre los sucedido, después de que la naviera se haya declarado “parte afectada”. Unos dicen que hacía rallys para impresionar a sus pasajeros. Y otros que siempre fue un imprudente. Pero lo cierto es que Schettino -acompañado de una joven moldava que no figura en los registros de a bordo- quiso darle una sorpresa a un maître y a un viejo capitán aproximando el barco a la isla. Los vecinos de Meta di Sorrento han salido en defensa del capitán del Costa Concordia explicando que se trata de un marino experimentado. Que se pudo equivocar, pero que también ha salvado la vida de muchos pasajeros. Lo que no se le perdona en Italia es que abandonara la nave en pleno rescate. Según él para dirigir los trabajos desde tierra. También se le recrimina que no pidiera ayuda a la Capitanía del Puerto de Livorno hasta unas horas después del naufragio. Y que mintiera al decir que cayó dentro de un bote de salvamento. Cuando se sabe que alcanzó la orilla de la isla junto a dos de sus oficiales. Y desde allí llamó a un taxi para dirigirse a un hotel. Conocemos la conversación que mantuvo Schettino con la Capitanía, en la que un oficial de la Marina Militare le recrimina por abandonar el buque. Y le ordena regresar al puente de mando. Pero igualmente se sabe que momentos antes (y cuando estaba en tierra) se puso en contacto con el responsable de emergencias de la naviera para recibir instrucciones. Porque de haber solicitado ayuda exterior para el rescate se habría encontrado que el coste mínimo por persona rondaría los 10.000 euros. Que multiplicado por los 3.500 pasajeros (y tripulantes) todavía a bordo hubiera disparado el rescate hasta los 350 millones de euros. Dinero como siempre. Con los mismos buitres de siempre.
La imaginación periodística ha querido comparar a los componentes de la Wallace Hartley Band con la orquesta malagueña Pasarela Cuatro. Cuyos cuatro integrantes -dos matrimonios- actuaban cada noche en la planta quinta del buque. Cuando sucedió el naufragio, el capitán les comunicó que siguieran con sus actuaciones. Pero ellos prefirieron prestar ayuda evacuando pasajeros. No hubo música hasta el final como en el Titanic, pero Silvia Polenta y José Ramón Rodríguez y Mila Cano y Ángel Holgado salvaron sus vidas. Todo lo contrario a lo ocurrido con aquellos músicos británicos, de los cuales sólo el cadáver de su director, el joven violinista Wallace H. Hartley, apareció flotando sobre las heladas aguas de Terranova semanas después. Lo dramático fue que -pese a ser reconocido como un héroe en Inglaterra- la White Star Line -naviera del Titanic– le pasó una factura a su viuda por haber perdido el uniforme en el naufragio. Enterrado en Colne, condado de Lacanshire, el recuerdo de Hartley perdura en esa ciudad, algunas de cuyas instituciones (y centros públicos) llevan su nombre. Cuentan que cuando fue repatriado el cadáver a Colne para su inhumación le despidieron alrededor de 40.000 personas, de las cuales solo mil pudieron acceder al cementerio. Donde hoy reposa en un mausoleo sobre el que se ha esculpido un violín. El naufragio del Costa Concordia ha creado frustración (e impotencia) en Italia. Y los periódicos se lamentan con rabia de lo ocurrido. The Wall Strett Journal ha comparado con malevosía este hundimiento con el futuro de Europa. Con líderes negligentes rodeados de inexpertos. Lo que no cuenta este periódico estadounidense es que la organización que explota estos cruceros –Carnival Corporation– radica en Miami. Como hay que encontrar un héroe para levantar el ánimo de la deprimida Italia, las redes sociales han elevado a un pedestal al capitán de fragata Gregorio de Falco. Que es el responsable de la Capitanía del Puerto de Livorno que se enfrentó a Schettino al descubrir que había abandonado el barco. ¡Vada a bordo, cazzo!, le dijo. Que es toda una orden con contundencia. Y que podría compararse al real (y español) ¡Por qué no te callas! que Italia necesita para recuperar su dignidad. Estamos a 19 de enero y el naufragio del Costa Concordia sigue entre las tres principales noticias de los informativos de Europa. Desde que supe de la tragedia (16 muertos y veintidos desaparecidos) me ha dado tiempo averiguar qué luces se reparten por la costa de Toscana. Una de ellas, y que conozco, es la que emite por destellos el faro de once pisos de Livorno, diseñado por Pisano. Y sobre el que escribieron Dante y Petrarca, además de Galilei. En 1944 fue destruido por una carga de dinamita, pero acabada la II Guerra se levantó una réplica por suscripción popular que sigue avisando a los navegantes. Lo que es motivo de sobra para que Italia se tranquilice.