[Narrando un aciago]

Machado [Antonio] se desnudó ante Castilla. Y junto al Duero, su nueva patria, descubrió a Leonor, amor efímero. Renacido como poeta, nos mostró la realidad tal como es, no como queremos que sea. Y dejó que su alma, cruda y atrevida, discurriera por ríos y campos, entre pinos, álamos y olmos, bordeando chopos y retratando surcos, en el amor y en el desgarro, en la tragedia. Y en la donosura. Sombras como las del crimen de Carrascosa de Abajo [Un criminal], o la de Duruelo de la Sierra [La tierra de Alvargonzález], supusieron un martirio para los naturales de aquellos fértiles campos, como así sucedió años antes en aquel otro pueblo -Fuente de Santa Cruz u Olmedo de Adaja, tanto monta, qué más da- del que se apoderaron las tinieblas sin haber albergado crimen de sangre alguno. Y es que el endemoniado -hijo del maestro, hermano del médico, primo del veterinario- había viajado hasta allí remitido, encajonado, pero nunca desterrado. Cuando, en la aridez de la carretera a ninguna parte, aquella profesora exclamó: ¡Dura Castilla! Me animé a narrar el aciago, como si allí hubiera estado, harto de la mudez del romancero. Y de tanta indolencia como olvido en la lectura de lo que nos va deparando el destino, ya sea ayer. Ya sea hoy. guardia-civil-ferrer-dalmauCorría el año de 1906. Y apenas se iniciaba mayo. Eran ya tiempos de trigo espigado y esbelto. De florecillas entreveradas. Y de nuevas luces sobre Castilla. De repente se hizo gris. Y el parricida yacía en un ataúd de segunda clase. Que sobresalía aparejado sobre la caja de un vetusto carro de labranza desprovisto de aperos. Y compuertas. Tirado por un caballo anciano, un carrero barrigudo y tuerto gobernaba sus riendas al paso. Y unos parientes, mustios, cabezas gachas, cerraban el duelo ocupando una tartana, todos de levita negra. Mientras que una pareja ecuestre de la Guardia Civil, tercerolas enfundadas, observaba, distante y en quietud, cada minuto, cada secuencia. Procedente de la Estación del Norte [vía Villalba], un tren mixto había depositado en hora pronta aquel ataúd en el andén de la villa de los siete sietes, distinguiendo así entre asesino y víctimas, enterradas ya estas últimas la tarde anterior en la capital en medio del dolor popular. Y el llanto de las cigarreras de Embajadores, que se tiraron a la calle al paso el cortejo (*). Porque quién iba a recibir sepultura ahora en tierra de Castilla era el parricida de la calle del Carmen, un conocido médico de Marina, viudo y retirado, que se había quitado la vida tras haber dado muerte por disparos a una hija casadera de 19 años. Y a una nieta de 5, huérfana y sobrina al cuidado de aquella. La comitiva enfilaba ya hacia su destino final, sobre un camino de piedras. Y tierra, henchido de roderas encharcadas. Los pájaros dejaron de trinar, las campanas nunca doblaron. Y el paisaje atrampó sus colores, hasta hacerse velado. Hombre amargado y atrabiliario. Preso del vicio, el juego y sus deudas. Decidió, harto ya de vivir, irse de este mundo acompañado, pero sin pedir perdón. Y después de haber plasmado por escrito. Cuán sangre fría. Su deseo de yacer para siempre junto a sus ancestros, voluntad que así se dispuso. Otro Machado [Manuel] había precedido a Antonio en el conocimiento de la tierra. En su poema Castilla -que glosa el destierro del Cid- evoca: Cerrado está el mesón a piedra y lomo. Nadie responde. Al pomo de la espada. ¡Oh, Castilla, mi Castilla, dura Castilla!, clamo yo ahora. Polvo, Sudor. Y yerro [Memorias de un navegante,2].

(*) Trayecto entre el Depósito Judicial, entonces junto al Puente de Toledo, y el Cementerio de la Almudena.

Ilustración: Guardia Civil, XIX, óleo de Augusto Ferrer-Dalmau [Portada del libro Sereno en el peligro. La aventura histórica de la Guardia Civil, de Lorenzo Silva. Editorial Edaf, 2010].

 

 

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