Bella cosa

Los reyes de la Casa de Saboya siguen cabalgando bajo el sol en las plazas públicas de Italia pese al tiempo transcurrido desde que fue abolida la monarquía. He ahí a Victor Manuel II a caballo en la Piazza Bovio de Nápoles, frente a la Cámara de Comercio. Y sobre un pedestal invadido por algunas pintadas soberanistas. Sud libero, reza una. La iconografía histórica en Italia no riñe con el sistema republicano, salvo el correspondiente al periodo fascista. Nápoles es la tercera ciudad de Italia, pero no sólo es vital y conceptualmente distinta a Roma y Milán, las dos primeras, sino que goza de un enclave evidiable, con el mar Tirreno bañando sus costas y el Vesubio de testigo permanente de su historia. Estrechamente vinculada durante siglos a España, la huella del Reino de Aragón está patente en sus calles. También la de la dinastía de los Austrias. Y la de los primeros Borbones. Carlos III fue el último gran rey que ha tenido España, pero antes lo fue de Nápoles. Donde ha quedado registrado como el monarca que inició las excavaciones de las ciudades de Herculano y Pompeya tras mil setecientos años sepultadas por la lava. Desde el Municipio, entre las cuatro fuentes que configuran su plaza, se divisa el Vesubio, el golfo napolitano y los muelles de donde zarpan los ferrys, catamaranes e hidroalas que unen la capital con otras ciudades de la costa e islas, entre ellas Isquia y Capri. El limón se encuentra en el mejor momento de su ciclo reproductor. Y la primavera avanza con celeridad en Campania en estos primeros días de abril. El murmullo es intenso en Nápoles, su capital. Y brota con fuerza en el Estadio de San Paolo cada jornada de liga, en el Quartieri Spagnoli cada mañana de mercaderías, en la via Toledo cada tarde de compras y en la Piazza Bellini cada noche de jolgorio. Grandiosa, y solemne, es la Piazza del Plebiscito, con sus tres palacios, la basílica de San Francisco de Paula y el Teatro di San Carlo, levantado en 1737. Y que anuncia para el 19 la ópera El holandés errante, de Wagner. José Bonaparte embelleció Madrid, pero la historia de España apenas se lo reconoce. Mientras que su cuñado Murat, rey de Nápoles, fue el artífice de la Piazza del Plebiscito. Y hoy comparte hornacina en el Palazzo Reale junto a Carlomagno, Alfonso de Aragón, el emperador Carlos V y el rey Carlos III. La via Toledo recibe su nombre del virrey que la mandó construir en 1536. Pedro Álvarez de Toledo y Zúñiga, noble y militar español que de niño fue paje de Fernando el Católico. La conforman grandes palacios, separados por angostas calles con ropa tendida al aire desde sus balcones. Y que descienden desde el Quartieri Spagnoli como si se trataran de las callejuelas de un zoco árabe en permanente algazara. El tráfico es caótico en Nápoles. Pero se conduce seguro. Y los trenes de la Circumvesuviana son frágiles y desvencijados. Pero llegan puntuales a destino, siempre que no se averíen en marcha. La Circumvesuviana une Nápoles y Sorrento, con la estación de Pompeya a mitad de camino. Envuelto en graffitis, el convoy durante los días laborables es como una plaza pública. Los domingos, sin embargo, va atestado de turistas. Pienso que ninguno ha leido a Plinio el Joven. Pero todos, tras cruzar la Porta Marina, enfilan la via de la Abundancia y sus calles adyacentes para comprobar que hace dos mil años los romanos usaban pasos de peatones (o de cebra) entre las aceras. Y para buscar el lupanar de la vieja ciudad romana. Que aparece intacto. E incluye un conjunto de frescos eróticos a modo de catálogo de posturas y escenas que era ofrecido a las visitas bajo la protección de Príapo, dios rústico de la fertilidad. Y que en estas pinturas aparece con dos penes.

El tenor Caruso murió el 2 de agosto de 1921 al complicársele una pleuresía de la que intentaba recuperse en las costas de Campania. Días antes había hecho la última travesía de su vida, navegando desde Sorrento a Nápoles. En Sorrento, ciudad en la que nació el poeta Torcuato Tasso, estuvo alojado en el Hotel Excelsior Vittoria, llamado así por ser el favorito de Victoria de Baden, reina consorte de Suecia. El Excelsior, con 179 años de historia, es uno de los viejos hoteles de lujo mejor ubicados del mundo, con un prolongado jardín con enormes rosales y árboles centenarios que conduce hacia un acantilado desde donde se divisa el Vesubio y la costa de Nápoles. Una lápida registra con melancolía el último testimonio de su bello canto, pués fue aquí donde se escuchó cantar por última vez a Caruso antes de ese viaje a Nápoles previo a su fallecimiento en una suite del Hotel Vesubio. El tenor sigue presente en la memoria napolitana pese al paso de los años. Como también permanece Maradona, cuyas camisetas celestes del Napoli con el número diez al dorso constituyen uno de los artículos más vendidos en las tiendas de souvenirs. Esta mañana, tras desayunar en los alrededores de via Tribunali, he acudido al convento de Santa Chiara para visitar la capilla funeraria de los Borbones. Que, aunque destruido en parte por los bombardeos que sufrió la ciudad en 1943 como consecuencia de la Segunda Guerra, todavía conserva algunos espacios originales del siglo XIV. Contra uno de sus vetustos muros estrella un grupo de adolescentes un ruidoso balón de goma que ha llegado hasta aquí como intruso ignorante de la historia. Pero esto es Nápoles, en donde las prostitutas hacen la calle en el vico del Fico al Purgatorio cruzándose en el trayecto con devotos que acuden a la vecina iglesia de las Ánimas Benditas. O que regresan de rezarle al nuevo santo local Giuseppe Moscati en la Basílica de Gesù Nuovo. Todo ello ante los ojos del busto de Polichinella que allí se levanta como referente burlesco del teatro dell´arte de Nápoles. Que como ciudad se despierta (y se acuesta) escandalosa. Descarada. Y aviesa en picardía. Todavía no se sabe qué tipo de gobierno va a tener Italia en el futuro. Y ya en las esquinas se venden rollos de papel higiénico con el rostro de Bersani o de Grillo. Porque Berlusconi ya acumula años decorando este artículo ante los que se detienen atónitos los turistas. En Santa Chiara están enterrados la mayoría de los Borbones que reinaron en las Dos Sicilias. Comparados con el lugar que ocupan sus parientes en el panteón de El Escorial, o en el Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, estos Borbones de Nápoles son los pobres de la familia. Junto a esta rama napolitana yace un infante de España que falleció adulto. Felipe Antonio de Borbón y Sajonia, primer varón, y sexto en orden, de los trece hijos de Carlos III y Amalia de Sajonia. Era deficiente mental, padecía ataques epilépticos y murió a los 30 años de feroz viruela en el Palacio Real de verano de Portici, en las faldas del Vesubio, a donde sus padres lo trasladaron desde Madrid para que no contagiara a sus hermanos, entre ellos el futuro Carlos IV. Pero desde entonces nadie se ha acordado de él. Y sigue en su solitaria tumba de Santa Chiara junto a sus primos (y sobrinos) napolitanos lejos del boato fúnebre de la realeza española.

Cuando viajo a Nápoles no necesito buscar el vínculo español. Porque llega sólo. Y de la forma más inesperada. El Castel Nuovo, también conocido como Maschio Angioino, es un torreón defensivo junto al mar. No es de construcción española porque lo levantó Carlos I de Anjou en el siglo XIII. Sin embargo, tras numerosas vicisitudes, fue reconstruido por Alfonso V de Aragón. Sufrió el ataque de Francia en 1494. Y fue bombardeado desde el aire en 1943 por la aviación aliada. Pero ahí sigue. En su vestíbulo existe un valioso fresco de grandes dimensiones que recoge una corrida de toros en la Plaza Mayor de Madrid. Y que se supone anterior a 1672, año en que fue reformada la Casa de la Panadería tras un incendio. Ribera es el gran pintor español de Nápoles. Y se le puede visitar en los museos de Campodimento y de Gaetano Filangeri. Pero también compartiendo espacio con Luca Giordano en la Quadreria del Pio Monte de la Misericordia. Institución de caridad radicada en via Tribunali que desde su fundación en 1601 se ha hecho con una notable colección de arte, cuyas piezas maestras las constituyen Las Obras de misericordia, de Caravaggio, y La Liberación de San Pedro, de Caracciolo. La torre más alta de Nápoles es el campanario del Santuario del Carmen Maggiore, en un barrio próximo al puerto que cada 16 de julio celebra la mayor fiesta de fuegos artificiales del sur de Italia. Y en donde recibe culto La Bruna, una tabla del siglos XIII de la Madonna carmelita que los frailes  de la orden depositaron en Nápoles después de viajar con ella desde Palestina tras ser expulsados de Monte Carmelo por los sarracenos. En los alrededores del santuario se encuentra la monumental Piazza del Mercato, hoy con dos porterías de futbol a cada lado, basuras acumuladas sin recoger y coches en doble y hasta triple fila a sus costados. Otrora fue centro de la vida popular napolitana y también lugar de trifulcas, levantamientos y represiones, además de escenario de ejecuciones públicas. Hoy muestra otra cara de Nápoles, aunque no la mejor. Pese a estar ubicada en un bullicioso barrio en el que se concentran las pescaderías mejor abastecidas de la ciudad. “Maruzielli, el caracol de la mar“, pregona un vendedor. Y en medio de un ruido vecinal al que contribuyen una televisión de plasma a toda pastilla, familias que discuten acaloradamente entre balcones, ragazza(s) que se pintan las uñas en el portal mientras cantan a coro canciones de amor y ciclomotores que zizaguean en un mar colapsado de automóviles, carromatos y camiones de reparto. Es mediodía. El sol luce con fuerza sobre Nápoles. Y ya huele a pizza en la ciudad. En 1889, una afamada pizzería de nombre Brandi creó, en honor de la reina Margarita, la pizza que lleva su nombre. Tomate, mozarella y albahaca, los tres colores de la bandera italiana. Pese a que esta es la pizza italiana que más lejos ha llegado en la cocina internacional, hay otra igualmente popular pero de consumo exclusivo entre los napolitanos cuando frecuentan la calle con el estómago vacío. La pizza fritta. Ricotta, mozarella y salami. En 1994, con motivo de una cumbre del G-7 celebrada en la ciudad, Bill Clinton visitó junto a un séquito de 70 personas al capo pizzaiolo Ernesto Cacialli en el establecimiento Di Matteo del centro histórico. Al probar la pizza fritta, el mandatario estadounidense felicitó a Cacialli, a quién los napolitanos empezaron a llamar con cierta sorna El pizzaiolo del presidente para quedarse más tarde sólo en El presidente. Fallecido recientemente Cacialli, su hija María ha tomado el relevo. Y la pizza fritta encabeza la carta de su nuevo ristorante, llamado por aquello, y por la condición de su actual propietaria, La figlia del presidente. Así es Nápoles. A veces atrevida, a veces ingeniosa. Pero nunca vacua. Carlos III se quedó para siempre aquí a caballo en la Piazza del Plesbicito. Como también Victor Manuel II en la de Bovio. Nápoles es como una sirena que surge del mar. Y que respira libre (y hondo) bajo el sol. Como aquel último canto de Caruso: Che bella cosa na jurnata ‘e sole/ n’aria serena doppo na tempesta/ pe ll’aria fresca pare già na festa/ che bella cosa na jurnata ‘e sole (1) y (2).

 

(1) Qué cosa más bella un día de sol,/ un aire sereno después de una tempestad./ Por el aire fresco ya parece una fiesta./ ¡Qué cosa más bella un día de sol!

(2) O sole mio (Mi sol). Canción napolitana escrita en 1898 por Giovanni Capurro con música de Eduardo di Capua.

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