Invierno en Santarém

La vista del Tajo desde el jardín de las Portas do Sol de Santarém es impresionante. El viejo río ibérico, desde su nacimiento en Fuente de García, en la sierra de Albarracín, ha dejado atrás Aranjuez, la ciudad imperial de Toledo, Talavera de la Reina y el puente fronterizo de Alcántara, levantado en el siglo I en honor de Trajano. También Abrantes, antiguo emplazamiento romano llamado entonces Aurantes por el oro que acumulaban las arenas que eran arrastradas hasta aquí por el río. En Santarém, a 78 kilómetros al norte de Lisboa, el Tajo descansa de su largo recorrido configurando meandros. Y presto a acercarse a su desembocadura en el estuario del Mar de la Paja, ya próximo. Las Portas do Sol se asientan sobre las viejas murallas medievales de la ciudad, en un alto desde donde se divisa, cuán privilegiado mirador, un amplio valle por el que discurren diferentes carreteras, el puente de hierro de Don Luis -en su día el tercero más largo de Europa– y el ramal ferroviario que conduce a Entrocamento, estación desde donde se bifurcan los trenes de las líneas del Norte y el Este de Portugal. Es invierno en su período más crudo. Y llueve ligeramente sobre Santarém, al tiempo que un silencio absoluto se adueña de este jardín frente al Tajo, sólo roto por un grupo de periquitos, cotorras y rosicollis que, en una enorme jaula, saltan, cotorrean y garitan sin lograr enmudecer a Alfonso Henriques, primer rey de Portugal y esposo de Mafalda de Saboya, cuya estatua en bronce preside el recinto. El monarca lleva atuendo de cruzado, pues de esta guisa reconquistó a los árabes las ciudades de Santarém y Lisboa en 1147. Tras capitanear un reducido ejército de cruzados, entre los que se encontraba el monje inglés Gilberto de Hastings, que fue introducido como obispo de la capital portuguesa nada más rendirse el invasor. Portugal lleva a gala este pasado europeo, dado que las Cruzadas, aunque impulsadas por el papado, fue la primera empresa que unió en una causa común al viejo continente, si bien su objetivo era reponer el dominio cristiano sobre Tierra Santa. Hoy Portugal sufre la cruzada de la troika europea, que exprime y avasalla al país obligando a sus moradores a vivir en permanente sacrificio. La rebeldía ha estallado entre los portugueses en forma de música. Y a los despropósitos, el pueblo ha empezado a responder coreando su canción más profunda, Grandola Vila Morena. La pieza de José Afonso con la que se inició la Revolución de los Claveles.

Es injusto el acoso que sufre Portugal, pero la ciudadanía se está organizando. Y en estos días invernales las manifestaciones han sido masivas en las principales capitales del país, tanto o más como las que se sucedieron hace casi cuarenta años en torno al movimiento del 25 de abril que acabó con la Dictadura post salazarista.  O povo é quem mais ordena, el pueblo es el que manda, conforma el grito de conciencia republicana que hoy se escucha en cualquier calle o plaza. No hay que confundir la melancolía de Portugal con esta tristeza que provoca el capitalismo más cruel. Santarém ha sido siempre una ciudad alegre. Cuna del toro bravo, aquí se le idolatra y se le respeta. Es tierra esta de forçados, campinos (mayorales de cabestros) y cavaleriros. De fandangos bailados. Y de acordeones y flautas de caña. También aquí se encuentra la Taberna do Quinzena, centenario rincón en donde los parroquianos se reunen a beber y comer en murmullo alegre y sentido sólo privativo de los recios moradores de su valle. Almeida Garret fue un escritor romántico nacido en Oporto que huyó a las Azores cuando las tropas napoleónicas invadieron Portugal tras atravesar España. Era masón. Y también liberal. En Viagens na Minha Terra describió a la ciudad como “un libro de piedra”. Y llamó al valle “patria de ruiseñores y madreselvas”. En estas calles de Santarém se concentra buena parte de la historia de Portugal. Por aquí pasaron fenicios y griegos. Celtas, romanos y visigodos. Los árabes de Al-Andalus y los cristianos viejos del reino de León. En la iglesia de Gracia, el más grande y bello templo del gótico portugués, está enterrado Pedro Alvares Cabral, descubridor de Brasil. Y en una de las nuevas rotondas se erige desde hace cuatro años una estatua en bronce del diplomático portugués Aristides de Sousa Mendes, nacido en Viseu. Y que como cónsul en Burdeos expidió en 1940 pasaportes y visados a 30.000 perseguidos por la Alemania nazi, entre ellos 12.000 judíos. Para lo que contó con la ayuda del rabino polaco de Amberes, Jacobo Kruger. Las calles empedradas de Santarém forman laberinto. Y el Mercado Municipal, otrora epicentro de la vida social y productiva de la ciudad, sobrevive a los nuevos tiempos empleando el reclamo del ornato que le proporcionan sus artísticos azulejos. Hoy nada es como antes. Pero ahí siguen a diario las campesinas con sus cestos de verduras y hortalizas. Las carnicerías y los puestos de frutas. O las pescaderías que seleccionan las capturas que acaban de desembarcar del Atlántico. Entre puestos que expenden azeites y azeitonas del Ribatejo. Queixos cremosos de oveja, conservas y garrafas de vino. Enchidos de tuneiros y lombos de bacalhau. Panes, bolos y bolinhos. Compotas y doces regionais.

Santarém es una ciudad de pórticos y rosáceas, trazados ojivales y ventanas manuelinas, iglesias con órganos de tubo, cúpulas, torreones y restos de muralla. Sobre su viejo caserío emerge el Cabaçeiro, la vieja torre-reloj de la ciudad construida en el siglo XV. Y por sus calles circula desde tiempos remotos una versión de la leyenda mitológica que asegura que Ulises, en su trasiego por el sur ibérico, se enamoró de Calipso, hija de Gargoris, rey de los cunetos, pueblo de Tartesos. De ese amor fugaz nacería Habidis, hijo indeseado. Que Gargoris introdujo en una cesta que arrojó al Tajo, navegando a contracorriente hacia Santarém. Donde encalló en las arenas del río y fue recogido por una cierva, que lo amamantó salvándole así la vida. Y permitiéndole que veinte años más tarde fuera reconocido por su madre, además del propio Gargoris. Que lo nombró su sucesor tras quedar absorto de su resistencia. Santarém se llamó originariamente Esca Abidis, tal vez por referencia al manjar (la leche de cierva) que permitió sobrevivir a aquel infante. De ahí que los romanos denominaran Scalabicastrum a aquel lugar y que hoy a los parroquianos de Santarém se les conozca como escalabitanos. Pero esta es una leyenda sobre otra leyenda. E incluso diferente a otra que asegura que Habidis no fue hijo de Ulises, sino fruto de un incesto de Gargoris con su hija Calipso. Cierta o no, esta historia mitológica forma parte de la ciudad. Como también la de Santa Iria (Irene), patrona de Santarém y de la que deriva su nombre. Ocurrió esta última a finales del Siglo VII en un pequeño pueblo llamado Nabancia, hoy Tomar. De muy niña, Irene había profesado en un monasterio. Que sólo abandonaba una vez al año para visitar a su familia en la festividad de San Pedro. En una de esas ocasiones conoció a un joven de la nobleza visigoda llamado Britaldo, que enfermó de amor por la joven novicia. Al enterarse Iria, lo visitó un día sanándole con confortables palabras de castidad. El joven le pidió que jurase no amar jamás a hombre alguno pués de lo contrario se quitaría la vida. Iria aceptó, pero con el tiempo sufrió la persecución de un monje llamado Remigio. Frustrado por el rechazo, el monje se vengó de Iria dándole de beber una pócima que provocó una hinchazón en su vientre similar al del embarazo. La confusión provocó su expulsión del monasterio y levantó en ira a Britaldo, que ordenó a uno de sus guardianes que le diera muerte con su espada y arrojara su cuerpo desnudo al río Nabao. Con la corriente, las aguas llevaron el cuerpo sin vida de Iria al río Zêzere. Y de éste, pasó al Tajo. Que lo arrojó a las arenas de la ribera de Santarém, quedando esclarecido el engaño a que fue sometida y siendo declarada virgen y mártir y, más tarde, canonizada como santa. Un afilador pedalea sobre su bicicleta haciendo sonar su pequeña flauta de Pan en medio del silencio ciudadano que sólo perturba la lluvia. Dejo atrás el Tajo y las Portas do Sol para retornar al centro histórico por el Largo de la Alcáçova. La vieja alcazaba que da nombre a la Iglesia de Santa María, fundada por los templarios en 1154 . Siete años después de la conquista de la ciudad por Alfonso Henriques y sus cruzados. Las puertas de Santa María de la Alcaçova permanecen cerradas. Pero sé que en uno de sus arcos temulares yace un caballero cristiano acompañado de su amada mora. Prefiero no indagar sobre esta nueva leyenda. Y respetar así el silencio que sobre su voluntad guarda desde hace siglos la ciudad de Santarém.

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