Asomado al mar (9)

A Otto Skorzeny le llamaban Caracortada. Una larga cicatriz atravesaba el lado izquierdo de su rostro. Era un schmiss consecuencia de un combate de esgrima en su época estudiantil en Viena. Llevar una cicatriz originada en un lance era todo un honor para los jóvenes del Imperio alemán organizados en torno a los Studenteverbindung (asociaciones). Porque los identificaban con el ideal del guerrero. Los aliados sostenían que Skorzeny era el hombre más peligroso del III Reich. Hitler siempre le encomendaba las acciones de mayor riesgo. De hecho será recordado para la posteridad por haber rescatado a Musssolini en el Gran Sasso. Terminada la guerra fue arrestado. Y sometido a juicio dos años después en Dachau. Pero quedó sin cargos. Pese a ello fue recluido en un campo de concentración. De donde escapó en 1948. Instalándose en España. Ingeniero de formación, puso su talento al servicio de Franco. Y eligió Madrid (con temporadas en Alcudia y Salobreña) como lugar de residencia. Murió de un cáncer de pulmón el 7 de julio de 1975. Bajo sospecha -nunca comprobada- de que su ingeniería fue durante un tiempo tapadera de otras actividades. Entre ellas, la de haber sido máximo responsable en territorio español de Odessa. Una organización secreta que ayudaba a oficiales nazis perseguidos a instalarse en paises seguros. Embarcándolos en puertos del Mediterráneo –Alicante y Málaga en lo que concierne a España- con destino a América del sur. Desde Madrid, Skorzeny se desplazó en varias ocasiones a Brasil y Argentina. E incluso a El Cairo, contratado por Nasser para reorganizar el servicio secreto egipcio. También por aquellos años frecuentaba a Joaquim Von Knobloch, casado con una aristócrata española. El barón había sido cónsul del Tercer Reich en la capital alicantina durante los primeros meses de la guerra española. Y había ayudado a muchas familias que simpatizaban con Franco a huir de la zona republicana. Lo que le había convertido en un poder fáctico. Y, por ende, en la llave que necesitaba Odessa para franquear con éxito el puerto de Alicante.

Miércoles 5 de enero. Las calles del centro de Alicante están muy concurridas en esta víspera de Reyes. Hace una noche espléndida. De invierno templado. Que aprovechan las familias con niños para hacer un alto en las terrazas del Paseo de la Explanada. Tras el paso de la cabalgata por la ciudad. Permanezco ajeno al bullicio. Y también a los tópicos de esta fiesta. Prefiero pasear en silencio buscando  lugares    próximos a mis personajes. Von Knobloch, en esta ocasión. De hecho, el barón estaba en posesión de la medalla de oro de Alicante. Y presumía de tener una plaza rotulada con su nombre a la entrada del antiguo puerto. Justo frente al viejo Hotel Palas. Que yo llegué a conocer en sus últimos años. Y que cerró sus puertas en los 90 llevándose consigo todos los secretos que guardaba desde que se inauguró en 1819 como casa-palacio de los condes de Soto Ameno. El edificio (de dos plantas) sigue ahí, pero ya no como hotel sino como sede de la Cámara de Comercio. Que lo salvó de la piqueta tras una profunda remodelación. Y como si no pasara el tiempo, sigue allí también (y entre palmeras) la Casa Carbonell. Emblemático edificio de la Explanada que la leyenda popular -al parecer falsa- ha unido para siempre al Palas. Entonces llamado Palace. Don Enrique Carbonell Antolí era un industrial textil de Alcoy que había hecho fortuna durante la Primera Guerra. Como consecuencia de la enfermedad de su única hija decidió trasladarse a Alicante reclamado por su clima. Un contratiempo en el viaje le obligó a presentarse en la capital con aspecto desaliñado. Al intentar registrarse en el Palas le denegaron la entrada. Y como no pudo superar la humillación decidió levantar al lado un majestuoso edificio de dos torres con seis plantas, entresuelo y 365 ventanas -tantas como días tiene el año- que ensombreciera para siempre al viejo hotel. Lo cierto es que tanto la Casa Carbonell como el Palas son de las pocas construcciones de Alicante que han escapando de la destrucción de la original fachada maritima de la ciudad. Ya sin ningún tipo de distancias entre sí. Como testigos en paralelo de la historia. Y de lo que acontecía en aquella plaza otrora llamada del Cónsul von Knobloch. Punto de fuga de una de las dos Españas. Y puerta hacia la inmunidad de la impunidad nazi.

Me sorprende que la historia se cuente jocosamente. Lo digo por lo que he leido en los últimos tiempos en torno al fallecimiento en Cádiz de Junio Valerio Borghese. Por eso inicié este relato seriado. Que no es una biografía del Principe Nero. Ni un viaje a un momento ideológico del siglos XX. Que en el caso de los fascismos aborrezco y rechazo por principio. Tampoco se trata de un retrato sobre un determinado periodo de la Segunda Guerra. Sino de testimonios reales que he ido reuniendo a lo largo de mis años como corresponsal. En ciudades distintas. Y de voces diferentes. Rescatando de la memoria cada momento. Y ordenándolos. Con el Mediterráneo como universo de fondo. Porque en sus aguas (y en sus costas) es donde se desarrolla fundamentalmente este relato. Borghese y la dama nera llegaron por primera vez al Cortijo de La Fontanilla en agosto de 1972. Es cierto que hasta entonces no conocían a Von Knobloch. Pero acudieron a Conil de la Frontera recomendados por un amigo común. Otto Skorzeny. Militar de élite como él en el III Reich. Y a las órdenes de Hitler. Realizaba entonces Borghese un pequeño viaje en automóvil por la provincia de Cádiz recordando aquel otro clandestino de 1942 que le preparó Ernesto Marchiandi desde Francia para visitar a los hombres del Olterra. Y deseoso de contarle detenidamente a su acompañante las hazañas de la Decima en la bahía de Algeciras. Cuando introdujo al Scirè hasta la misma desembocadura del Guadarranque. O cuando sus hombres ranas hicieron el primer blanco en el apostadero de Gibraltar. Es ahí donde me figuro a la principesca pareja brindando con Dom Perignon. Con el Hotel Cristina como marco de referencia. Que es una extensión de la Inglaterra victoriana en la ciudad de Algeciras. Y cuyas habitaciones registran el paso de Franklin D. Roosevelt y De Gaulle. Umberto de Italia y Petain. Belmonte y Ava Gardner. Orson Welles y Lorca. Tal vez sí. O tal vez lo contrario. Porque este añadido es fruto de mi imaginación. Y por qué no también de los hábitos de un príncipe romano descendiente del papa Pablo V. Que llega a Algeciras acompañado de una refinada (y culta) dama con la que necesita compartir complicidades para recordar con orgullo sus grandes momentos de gloria militar.

                                                                                               (Continuará)