Olor a tinta

Muchos amigos me han preguntado por qué titulo El planeta de las astas montantes este blog desde el que reflexiono en literatura. Aunque parezca estrambótico, el sentido del título es bien sencillo. Se trata de las astas u oblícuas de una letra, sea la ele, la o la uve. Tipografía pura, para quién no lo entienda. Yo empecé en el periodismo en 1972, cuarenta años desde entonces. Soy hoy un veterano en esta profesión del periodismo, pero tuve la suerte de iniciarme en el oficio cuando estaba indisolublemente unido a la cultura de la imprenta. Para mi existen cuatro olores esenciales, el de la pólvora valenciana. El del azahar sevillano. El de la bajamar gaditana. Y el olor a tinta que desprenden las viejas imprentas. Dudo que éste último acompañe hoy día a las nuevas generaciones de periodistas, pero es el mío. Me da vergüenza contar estas cosas, pero si no las traslado se pierden. Desde el bachillerato comencé a trabajar en prensa. Una mañana de domingo de Cuaresma, allá por 1972, me presenté en la redacción de la Hoja del Lunes de Cádiz, que se encontraba entonces en la calle Rosario Cepeda. Allí estaba su redactor-jefe, Bartolomé Llompart Bello, y le pedí trabajo. Me dijo que necesitaba de alguien joven que le resolviera las informaciones generales del periódico, notas marítimas, estado de las mareas, sucesos controlados por la Policía y la Guardia Civil, y las noticias generales de deportes. Le dije que contara conmigo. Me confió como tutor a un veterano periodista llamado José María Valle Parodi, que había sido antes tipógrafo. Y ese mismo día me puse a trabajar. Yo tenía entonces un ciclomotor Honda al que había adiestrado para recorrer dulcemente, pero sin obviar la inmediatez, las estrechas calles de Cádiz. Y poco después, un seiscientos. Que también cubría esas necesidades. Y con la Honda primero, y el seiscientos después, me dispuse a buscar la vida. Me daban a final de mes 500 pesetas que, junto a la paga familiar, me convirtieron desde los 18 años en un personajillo de la ciudad. Porque me permitía, controlando el gasto, frecuentar los establecimientos clásicos en los que se decidía la vida local. Un día me consentí el lujo de convidar al alcalde de la ciudad, padre de mi querido amigo de la infancia Juan Almagro Ceijas. Hoy fallecido. Y otro, discutir con el teniente de alcalde delegado de fiestas, Vicente del Moral Alonso, boicoteándole con mi pluma los acontecimientos que organizaba. Pero eran arrebatos. Y, a los cuatro días, concluíamos en un abrazo discutiendo quién pagaba la media botella de Fino Quinta que nos había reunido en el mostrador del bar de turno. Eso lo sabe muy bien mi amigo José Francisco Joly Palomino, durante muchos años director de Diario de Cádiz. Y testigo entonces de mis impertinencias gaditanas. Aunque también eran impertinencias de juventud.

Con el tiempo, descubrí lo importante, y decisivo, que fueron aquellos comienzos. Llompart Bello era un periodista formado en la escuela del diario El Debate, referente del periodismo católico desde 1911, fundado por el cardenal Herrera Oria y orígen del diario Ya, órgano de los propagandistas durante el franquismo. Pero desgraciadamente hoy desaparecido. Lo que nunca me pude imaginar en aquellos tiempos es que Llompart, un periodista de provincias, acumulaba en su formación lo mejor del oficio en aquella época. Pués la escuela de El Debate se creó en 1926 inspirándose en las enseñanzas de periodismo de la Universidad de Columbia, que había creado ese departamento docente gracias al legado de Joseph Pulitzer, editor y magnate estadounidense de orígen judío y nacido en Hungría cuyo nombre lleva el más prestigioso de los premios de periodismo que se fallan en el mundo civilizado. Herrera Oria había enviado a esa universidad a tres de sus colaboradores para formarse como buenos didactas del periodismo. Y el conocimiento adquirido por estos tres propagandistas -el sacerdote Manuel Graña González, el redactor-jefe Francisco de Luis Díaz y el gerente Marcelino Oreja Elósegui– fue inculcado en el cuadro de profesores de aquella escuela en la que se formó Llompart a principio de los años 30. Yo no me enteré de aquello hasta muchos años después, pero mi aprendizaje de Llompart empezó desde el minuto uno. Recuerdo con nostalgia aquella redacción matinal de la calle Rosario Cepeda, en la que se encontraba también el taller de huecograbado, y en donde un veterano de las artes gráfica, llamado Manuel González, esperaba pacientemente la llegada de los avisos de esquelas mortuorias, que él redactaba a mano siguiendo un patrón decimonónico del periodismo gaditano. Rogad a Dios en caridad por el alma de… encabezaba aquel reclamo. Tampoco me olvido de la imprenta Jiménez-Mena, ubicada en un polígono anexo a la Zona Franca de Cádiz, en donde se consumaba la fase final del periódico, con un teletipo instalado en el despacho del impresor, el inolvidable Pedro Jiménez-Mena Aguilera, tres linotipias -en una de las cuales operaba el hijo del patrón, Vicente Jiménez-Mena Villar-, dos impresoras Heildeberg de sistema plano y una platina en la que dos cajistas -uno de ellos el bueno de Pando– componían tipo a tipo los titulares de cada noticia. Todo era artesanal en aquella imprenta de la calle La Línea de la Concepción, como artesanal eran también nuestro trabajo, las relaciones entre tipógrafos y periodistas y la vida misma. Dirigía aquella Hoja del Lunes de los setenta don Francisco Moreno Ruiz, periodista octogenario que se había iniciado en el oficio durante la Restauración, siguió en la Dictadura de Primo de Rivera y contó para La Vanguardia y Associated Press los sucesos de Casas Viejas en el tercer año de la República. Compartió el ejercicio del periodismo con el de funcionario municipal. Ocupando la secretaría particular del alcalde en diferentes períodos, todos ellos convulsos entre sí. Y con ese cargo acompañó al alcalde de turno en las visitas a la ciudad de Primo de Rivera, de Azaña y de Franco. Increible, pero cierto.

No sé por qué cuento todo esto, pero me siento feliz haciéndolo. Con mi ciclomotor primero, y con mi seiscientos después, me introducía a media mañana en las instalaciones del puerto de Cádiz. En un caseta instalada junto al muelle Reina Victoria funcionaba una pequeña estación de radio para los obreros portuarios, pero lo que me interesaba a mi es que en esa dependencia, de la que se encargaba un antiguo conductor de coche de caballos, había una gran pizarra en la que se anunciaban las llegadas de buques. Los que habían zarpado. Y las esperas. De manera que la información no podía ser más actual. Útil. Y fácil. Así yo podía elaborar sobre la marcha la gacetilla marítima de la jornada con un registro de actualidad. En la noche me pasaba primero por la Comisaría de Policía de la calle Isabel la Católica, en donde el inspector de guardia, que era siempre el mismo cada domingo, me ponía por lo general mala cara. Pero al final me permitía tomar nota de las incidencias del día. Aquel inspector, hoy comisario en la reserva, se llama Tomás Pérez Olmo. Y cual fue mi sorpresa cuando años después me lo encontré como dirigente de la Unión Sindical de Policías (USP), jefe de la Comisaría de Zumárraga (Guipúzcoa), inspector-jefe de la Policía Municipal de Málaga y comisario de Ronda. Cuando me desplazo a Cádiz suelo toparme con él caminando siempre a paso lígero por la ronda de la muralla. Nos detenemos, nos saludamos y sonreimos. Es buen amigo. Lo mismo hacía en el viejo cuartelillo de la Guardia Civil de San Severiano, es ese caso tomando nota de los atestados del Subsector de Tráfico. La mayoría eran desgracias, pero la fatalidad no deja de ser un reclamo periodístico. Y había que dar cuenta de ello. Llompart, Jiménez-Mena padre y yo nos escapábamos rondando las diez de la noche de aquellos domingos gaditanos a probar bocado en la barra de un antiguo restaurante del extramuros de la ciudad, hoy desaparecido, llamado El Cantábrico. Y aquellas conversaciones entre ambos -impresor y periodista-, y yo de oyente, no sólo eran deliciosas, sino toda una enseñanza del oficio, del buen hacer del periodismo y de la historia íntima, y no escrita, de la pequeña ciudad en la que residíamos. Pronto me fui a estudiar a Madrid. Y dejé aquel pequeño periódico semanal con la pena de que jamás iba a repetir tamaña experiencia. Y así fue. Porque, pese a que el olor a tinta siguió acompañándome durante años, fui conociendo otros periódicos e imprentas. Pero con historias, enseñanzas y protagonistas diferentes. Son las cinco de la tarde del lunes 10 de diciembre. Desde la ventana de mi casa madrileña observo las hojas secas de los árboles esparcidas por las aceras. El cielo se ha tornado gris. Y el único olor que invade la calle es el que despide un pequeño puesto de castañas asadas emplazado junto a la esquina. Es un olor que cada año regresa con fuerza durante el otoño. Y que configura cierta estampa costumbrista. En este atardecer frío de la gran ciudad me gustaría más que nunca repasar lentamente un ejemplar de aquella Hoja del Lunes de mi pequeña ciudad. Y de mis años de bachillerato. Esas páginas sí que olían profundamente a tinta.